Se sentó con la página en blanco en frente. Hace tiempo que no veía danzar a las palabras. De adolescente las veía a diario, incluso en los momentos menos oportunos: en clase, en el autobús, durante la cena, viendo una película, en la ducha, incluso en una examen de matemáticas en el que su cerebro se rindió a las ecuaciones que tenía enfrente, dejando toda una sección en blanco y narrando en su cabeza ese momento.
No eran particularmente palabras extravagantes o elegantes, pero eran suyas y estaban ahí siempre. Podía huir a ellas cuando la realidad se volvía demasiado, aunque fueran típicas de un libro con lenguaje simple enfocado hacia adolescentes. Ya mayor pensó alguna vez que era porque eso es lo que leía en ese entonces. Pero si esto fuera el caso, ¿no deberían venir ahora palabras similares a lo que lee ahora? Porque dejar de leer, nunca. Muchas cosas han cambiado (como todo, es aparentemente el proceso natural de la vida, mas saber esto no lo hace menos traumático y triste), pero nunca, nunca ha dejado de leer. ¿Ha bajado el ritmo? Tal vez. ¿Se deja distraer ahora más por las redes sociales? Inevitablemente sí. Es la era de la sobreinformación.
Pero a pesar de todo seguía leyendo. Lo llevaba en las venas. De eso estaba segura. No estaba segura de nada en esta vida, excepto de eso: que las palabras estaban en sus venas. Solía pensar que estaban ahí solamente para apreciarlas. Para leerlas, para acompañarla en sus noches de insomnio, para protegerla del mundo, para ser admiradas y valoradas solamente por ella. No fue hasta hace pocos años que se dio cuenta que quizás también las llevaba dentro para sacarlas, para mostrarlas, para reordenarlas y expresar algo. Si de valor o no, ¿quién sabe? Si bellas o no, ¿a quién le importa? Nunca se consideró una buena escritora, pero al menos sabía que debía escribirlas.
Sin embargo vaya que costaba atraparlas. Hubo una época en la que ni tenía que perseguirlas, se venían a sentar frente a ella en modo de expectativa, para ver qué nuevo haría con ellas. Fueron tiempos dorados y no supo apreciarlos en ese entonces. Ahora estaba sentada frente a la pantalla, viéndolas zumbar de una esquina a otra sin dejarse tocar, sin dejarse atar a una frase y no sabía cómo hacer para atraerlas. Si se tratara de un gato, probaría con todo tipo de delicatessen: salchichas, jamones, quesos,..etc.; vendrían corriendo. Si fueran un perro, sonreiría y sacaría una galleta de su bolsillo, no tardaría en venir corriendo a comer la galleta y luego dejarle frotarle sus orejas.
Sin embargo, no eran animalitos cariñosos a quienes se les puede atraer. Podría tratar de ignorarlas, eso les molestaba y les hacía venir a sentarse a su lado. Pero sabía que al voltearlas a ver, saldrían corriendo de nuevo las revoltosas. Si trataba el berrinche, llorar con todas sus fuerzas, únicamente lograría alienarlas aún más. Qué difícil se había vuelto tratar con ellas. Casi le daban ganas de levantarse y dejarlas solas. Cerrar el documento y nunca volver a abrirlo. Pero se ahogaba, aunque no quisiera, las necesitaba.
Puso su cabeza sobre sus manos y pensó, no por primera vez, que en su adolescencia las cosas ya se caían en pedazos, el mundo ya estaba mal, su mundo ya estaba mal, el vacío y los fantasmas ya estaban ahí; pero no lo veía. Eran en verdad tiempos dorados, esa ignorancia a su propio caos que hacía que las palabras vinieran a pegarle en la cabeza para forzarla a verlo. Pues felicidades, lo habían logrado, no había más oscuridad que ignorar, todo era silencio y sombras, vestigios de personas y momentos que nunca volverían, que nunca en realidad fueron lo que parecían. Ficciones, mentiras piadosas para apaciguar el alma. Y ahora, no le quedaba nada, nada más que este abismo vacío sin palabras. No había nada más que decir.