Mónica Navarro/
Apología de la sensación
Escupió sobre la palma de su mano preparándose para entrar. Nunca imaginó que finalmente fuese posible aquel embotamiento de los sentidos. Tal embotamiento de su realidad. La respiración agitada y la mirada penetrante de un demente. Al fin, al fin. Al fin la tenía, ella lo sabía, y materializarían desde ese punto, la certeza del secreto compartido. El fuego devoró su miembro cuando se deslizó hábilmente hacia su cueva. Ella lo esperaba. Había esperado por él desde la primera vez que un hombre violentó su cuerpo, desde la primera vez que unas manos estrujaron sus pechos, desde el primero de los moratones en su entrepierna; ella esperaba sedienta por el suero amatorio del hombre que ahora sudaba y la hacía gemir. Ella, tanto como él, se había prometido darse con toda la furia que había guardado para cuando lo encontrara, revolcándose entre las sábanas, repitiendo que lo amaba, excitándolo ante la suavidad de su propia carne y la brutalidad del sentimiento. Él le repetía eres mía, eres mía, y ella, con mirada humilde repetía que sí, que lo era; mientras tanto sus hábiles manos recorrían cada palmo de esa piel atroz, clavando miles de minúsculas agujas en la vasta extensión sensorial, desacralizándole los ciruelos; él cerraba los ojos y dejaba caer la cabeza como vencido, como sometido. Nunca imaginó verlo así de entregado, así de vulnerable. Hasta que la estrechez de su pelvis empezó a crujir.
Fue entonces cuando entendieron que la proximidad de sus lenguas acunaba la semilla de aquello que jamás podrá ser. Se quisieron, se dieron domando a los perros de la ansiedad, se vaciaron, se llenaron. Se degradaron y se elevaron al pedestal del imperio de la exaltación, volverían, una y otra vez, noche tras noche, sin que nadie sospechara que se amaban, a demudar hasta esa masa amorfa y sudorosa, en donde no se distinguen humedades ni palabras tiernas de lo soez y de la vulgaridad; donde un instante infinito él era capaz de morderle el pabellón de la oreja diciendo te amo, puta. Y no lo olvidaría. No quería olvidar.
¿Podría sospechar alguien de una comunión así tras las puertas discretamente cerradas? ¿Podría alguien remotamente, trivializar una metáfora para trasladarnos el placer hermenéutico del objeto violentado y transformarlo haciéndolo parecer un simple símbolo que evoque el amor? Puede ser. Puede ser.
Mientras tanto, quede el lector con esta breve historia latiendo en sus sienes, historia que no busca ser más que una catarsis, y que de ninguna forma podrá pasar de ser más que un cúmulo de pensamientos deslechados.