Francisco Juárez
“¿Estoy despierto, o duermo?” se pregunta John Keats al final de su Oda a un ruiseñor. Quizá es esa la pregunta que muchas veces me he hecho ante una página brillante por su profundidad, por su humanismo, por su belleza.
Desde niño me atraparon los libros. Comenzando por uno que me parece mítico ahora: “Historia de América” de Macedonio Navas. Un libro amarillento y roído que le había servido a mi madre cuando cursaba básicos. Las ilustraciones en grabado de los aztecas, los juegos de pelota, los retratos de los reyes católicos, el rostro de Colón… todo me fascinó a tal punto en mi niñez, ahí, tumbado en la cama de mi abuela, imaginando a las carabelas surcando el mar, ese mar que siempre me ha causado temor. Fue ese el primero y hasta la fecha, no se diga más.
¿Qué le debemos a los libros?
Ese objeto venerado por Borges, que incluso ciego los seguía comprando. ¿Por qué? Porque su gravitación lo ataba a una época más feliz. Porque sabía que su Enciclopedia Británica estaba ahí, junto a Las Mil y Una Noches y el recuerdo de los tigres en Palermo… O tratemos de imaginar a Cortázar que lo tenían que tomar del pescuezo y sacarlo para que le diera el sol… o a Dostoyevski leyendo el Quijote en prisión, junto a asesinos y ladrones…
Me aferro a los ejemplos ilustres porque esos son los indiscutidos, pero en realidad no puedo dar sino testimonio personal de lo que yo les debo. Lo primero que se viene a mi memoria son las mañanas en la biblioteca de la Universidad Rafael Landívar, sentado en un rincón, apartado de la vista de los pocos ojos que deambulaban a esa hora entre los anaqueles, y entre mis manos las Otras inquisiciones de Borges. Quizá el momento más bello fue descubrir a Dostoyevski en ese mismo lugar y leer Pobres gentes. Estar sentado bajo un eucalipto y leer el Informe sobre ciegos, de Sabato… los ejemplos de este tipo se repiten a lo largo de mi vida.
Les debo, pues, momentos de felicidad y paz; de deslumbramiento y alumbramiento; de ensoñación y tristeza. Le debo lágrimas a Hans Christian Andersen y a Keats. Esperanza y luz a Santa Teresa de Jesús en las horas más oscuras. Se han vuelto algo imprescindible pues me atan con mi historia. Son mi historia.
Los libros me han llenado de amigos. Verdaderamente siento que soy amigo de Cervantes, de San Juan de la Cruz, de Kenji Miyazawa… Es que sé escoger a mis amigos o ellos me han elegido a mí. ¿Quién puede saberlo? Quizá Julio Fausto Aguilera sabría responder mejor que yo esta pregunta. Quizá la mejor respuesta está en su poema “En la muerte de Don Quijote”.
Los libros son ese jardín en el que sigue jugando el niño que fui.
Ese jardín con el rosal y el charco, con olor a lluvia y tierra mojada, con el níspero alto y frondoso. Los libros son la tarde y el olor del café recién hervido, los frijoles refritos, el niño tumbado sobre la cama de la abuela.