En mi niñez viví en una familia alegre, hacíamos muchas cosas juntos, disfrutábamos de las fiestas familiares. Nosotros los niños, jugábamos a un lado de donde se desenvolvía la reunión familiar y los adultos en el otro comiendo y bebiendo, eran realmente momentos muy agradables se respiraba alegría y felicidad. A todos les gustaba visitarnos. Mis padres se encargaban que nuestros alimentos y bebidas siempre estuvieran en casa. El dinero no nos faltaba, teníamos lo suficiente para cubrir nuestros gastos.
Pero luego la tragedia nos visitó, mis padres murieron y nuestra familia se fragmentó, de repente, fue muy duro, mis hermanos y yo teníamos que ir a vivir a otro lugar, todos separados, con familiares y amigos. A una ciudad nueva !A una casa que no era nuestra! Sin mis papás, sin sus caricias, ternura y alegría…
Recuerdo muy bien que me sentía muy sola y triste, no quería hablar con nadie, no podía dormir, tenía pesadillas casi todas las noches, gritaba sobresaltada esperando que alguien llegara a consolarme pero ninguno entraba por la puerta a abrazarme.
Mis hermanos estaban lejos de mí por lo tanto decidí que tendríamos que estar nuevamente juntos como cuando mis padres vivían.
¡Asumí el papel de mamá a mis 10 años! Mi hermano mayor asumió el de papá y juntos decidimos que cuidaríamos de mis otros hermanos. Y así lo hicimos.
Se volvió fácil para mí decirles a todos que tenían que hacer, por naturaleza soy muy servicial y a la vez mandona; así que me gradué y convertí en una maestra. Era una persona muy religiosa y tenía, según yo, la solvencia moral para decirles a todos como debían vivir, qué decisiones tomar y sí, me gustaba cuidar mucho de los demás
Fui creciendo en edad y en muchas áreas de mi vida. Era una chica sociable, inteligente y muy linda, protectora, detallista y cariñosa. Un buen partido para cualquier muchacho, sin embargo me gustaban los chicos conflictivos, parecía que tenía una causa en la vida y era rescatar novios problemáticos y complicados.
Me casé con el hombre ideal, enamoradísima y con la idea de que el amor lo puede todo. Éramos muy sociables, él era para mí un hombre maravilloso, alegre, amistoso, en una sola palabra brillaba. Salíamos con amigos, a bailar, a cenar. Era muy alegre esta vida de fiesta, desvelos y de copas, hasta que llegó nuestro primer hijo, sabía que estaba embarazada y que no debía beber, si lo hacía no tenía la solvencia moral para decirle al bebé eso no se hace. Así que él siguió la fiesta sin mí…
Me hice cargo de mi pequeño, lo vi crecer, creí que en estos momentos de paternidad me acompañaría, me equivoqué con él. El susodicho seguía la fiesta. Me volví una mujer mustia, negativa perfeccionista y sola…
Cuando salíamos éramos la familia perfecta, me arreglaba muy bien para que nadie supiera lo que estaba pasando. Nos veíamos muy bien juntos.
Pedí ayuda a quien pude, a la familia más cercana y nadie me escuchaba. Estaba sufriendo mucho, rogaba al cielo que todo cambiara pero no pasaba nada.
Un día en el carro, esperando a mi pequeño, escuché un programa en la radio; las mujeres que hablaban estaban felices. Compartían historias de amor y de esperanza mientras yo había estado pensando que algo debería cambiar, llegó la respuesta ¡Al-Anon!, ¿qué era esa palabra?
Sentí curiosidad, ellas sabían algo que yo no! Debo llamar. Iré a ese grupo y allí me dirán que debo hacer para que deje de beber mi esposo, pensé. Cuando fui por primera vez a una reunión, me sentí, amada, identificada y me dieron ganas de seguir llegando.
No me dieron la receta para que mi marido dejara de beber, en cambio aprendí que a la única persona que puedo cambiar y mejorar es a mí misma. Me encontré de nuevo, me enamoré de mi misma y mi vida empezó a cambiar y lo sigue haciendo con pronósticos de estar mejor…
Ingrid