“Insisto: uno cree en lo que ve — los demás interiorizan la manera de creer del convencido (o creyente) — todos creemos — o somos fieles a la creencia mientras jugamos. Nuestra creencia circula, pero al interrumpir la ceremonia o el juego sólo quedan pocos devotos o religiosos o artistas. Los demás vuelven a lo real o lo concreto. Los artistas siguen creyendo… ” Eduardo Pavlovsky
Recuerdo las noches en que conocí el viaje. Me di por completo a la fuga de la insoportable necesidad de dormir, en ese vehículo que son las palabras. Me fui, no para irme por siempre, sino para irme y regresar constantemente con lo que regresa uno cuando viaja. Es lamentable que uno regrese a pisar tierra desterrado del paraíso que se conoció al viajar, pero por suerte, el paraíso aún logra su curioso efecto en la permanencia del ahora: se fusiona con lo que acaece en la actualidad, difuminado se hace uno y desvanece; una precisa mescolanza del acá y del allá, podría ser…
El paraíso al que yo me aferré es similar a un parque de juegos. Y no por ser un espacio lúdico se exime del llanto, más bien, algo o bastante de tristeza existe en el regocijo, la fiesta, el entretenimiento, los juguetes, la sorpresa, ya que en el fondo se sabe que estos son sólo recreos temporales dispuestos a provocar leves sensaciones curativas. Recreos que se esfuerzan por anestesiar la fatigosa condición humana del vacío.
Pero aún, en su alivio transitorio, hacia uno, hacia los demás, este juego triste, siempre ha estado rebalsado de belleza y ha valido la pena. Lo que yo no sabía es que el juego, al pasar los cumpleaños iba cambiando de nombre, adquiriendo otras formas y necesitando de distintas propiedades espirituosas. Nietzsche tenía razón cuando mencionó: El niño llama trabajo al juego y verdad, al cuento. Ya no bastó la imaginación, la creatividad, el genio, la magia, el sueño, o “el talento”. Esto lo entendí muy de a poquitos, mientras repetía, “yo no soy poeta, yo sólo escribo por diversión” y una voz amiga: “Asumite niña que sos escritora, ¿cuándo vas a publicar?”. Este diálogo se me vino a incrustar enmarañado entre la cabellera para no dejar de merodear más los poemas.
Walter Morán fue ese alfiler de la música que apareció perforando paredes hasta cavar un agujero y llegar a un abismo que no conocía, que no era algo sin fondo, sino un espacio sin fin ni comienzo. Me adentró a este terreno para mostrarme que la escritura no sólo es pasión y quimera sino compromiso, deber, justicia y eterna búsqueda de la verdad o al menos, debería pretender serlo. Y aunque las responsabilidades del escritor sean distintas a la del gobierno, a la de las universidades y escuelas, a la de los líderes sociales, padres o guías espirituales, no dejan de ser por ello, menos o más importantes. Así como a estos les corresponde velar porque la humanidad tenga salud, conocimiento, educación, techo, amor y alimento, el artista (¡qué nombre tan cargado de enrevesada semántica!) también debería de velar por el alimento y la medicina del alma, por la movilidad de la mente, el licor de la clarividencia, el abrazo a la soledad y por el hogar balance entre nubes y tierra; uno menos frágil del que resulta a menudo el mundo.
El deseo de crear debe de estar acompañado con la consciencia de que existe alguna posibilidad de que alguien utilice nuestra obra como una revelación. Y aunque nadie podrá asegurar que nuestra creación sea certera, lucida o contribuyente a los individuos, no se debe pasar por alto la labor del viaje calmo o arduo a la profundidad y su constante renovación. Ya que la obra formará parte en algún punto de la cadena de sentimientos e ideas de un colectivo, por lo tanto, de acciones, así ese sea en una mínima potencia.
Walter Morán como gran poeta, trovador, maestro, gurú y doctor de la poesía, me introdujo en esa autopista sin retorno, en la que por lealtad a la belleza, se nutre el mundo propio, se le quita a las plantas la maleza, se deshecha tanto como se crea, se invocan duendes, se regresa al dolor cuantas veces sea necesario machacando emociones; se ensucian las manos para sumergirse en aguas turbulentas y ascender de ellas con alguna caracola de epifanías o cuento de sirenas, se apropian devaneos ajenos, conflictos de la época, se busca sólo la luz que se encuentra en las tinieblas, la valentía de la transparencia; se averigua la precisión entre ser noche y día, isla y fiesta, nimiedad y universo, espíritu y cuerpo. Se es el devoto del que habla Pavlovsky. Y así, mientras el mundo al paso se está desmoronando, nosotros aún acá, seguimos creyendo, sobre todo cuando creer involucra el cuestionamiento imperecedero y también alguna especie de desesperanza o desengaño. Hacer poesía, es querer curarlo al curarnos.
Alina Kummerfeldt
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Alina Kummerfeldt tiene estudios en Ciencias de la Comunicación. Publicó el libro de poesía, Carta Cero en el año 2011, ilustrado con los dibujos de la artista Milagro Quiroa. En el año 2013 publicó Trotamundos de Cuerpos, ilustrado con la fotografía de José Rodriguez Palomo.
Su propuesta ha aparecido en algunas revistas impresas y digitales. Ha realizado lecturas poéticas y participado en conversatorios de poesía en Guatemala, Ecuador y Argentina. Fundó junto al poeta Matías Ighani el Colectivo Vandevaneantes.
Actualmente, reside en Buenos Aires, Argentina en donde estudia una carrera de Escritura Narrativa.
Para conocer más sobre su trabajo, conoce su sitio: http://alinakummerfeldt.wix.com/alinakummerfeldt