Francisco Juárez/
Se mece en el columpio la niña de vestido negro, de zapatos de charol con calcetas de vuelos de tul. Se balancea suavemente. Sus brazos se sostienen del cable como enredaderas y la sonrisa asoma en el rostro como la mariposa del capullo.
La niña ve el cielo al inclinar su cuerpo, le parece lejano. Estira su brazo para taparse los ojos mientras frunce el ceño. El calor le lastima, toma con fuerza el columpio de nuevo al sentir que va a caer.
Las primeras gotas de sudor asoman en su frente. Se exaspera. Trata de recibir más viento al balancearse.
Una enorme nube cubre el sol y el mundo cambia de matiz.
La niña arrastra los pies para detenerse. Sus zapatos se ensucian. Al observarlos se fija en una hormiga que camina entre la hierba. Ve cómo esta sube por el zapato, la calceta y llega hasta la rodilla. Ella sonríe alegremente, quisiera que la hormiga devolviera el gesto pero es muy pequeña así que la toma entre sus manos de algodón enrojecido, le habla al oído entre risas y silencios.
El viento estremece los matorrales que murmullan polvo y juegan hojas secas. La niña se acuesta bajo el columpio. Ve cómo la silla se mece aún y desprende el rechinido oxidado que guardaba en sus bisagras desde el último sepelio. A través del enrejado de hierro que forma el asiento ve la vasta nube avanzar con pereza. La pintura del columpio se descascara con ráfagas del viento.
Fundado en mil ochocientos veinte reza en el arco del frontis del cementerio.
La niña se acerca de nuevo al grupo de personas que platican entre sí. Los gestos solmenes acompañan los rostros impregnados de ojeras y ojos enrojecidos. A lo lejos detrás de un árbol se esconde, husmea lo que sucede entre los adultos. No entiende por qué todos muestran expresiones de dolor.
La niña vuelve a caminar entre los mausoleos, nadie se ha percatado de que se aleja cada vez más del grupo. Permanece observando por largos minutos los pliegues del manto y el rostro doliente de un ángel de piedra que llora sobre una de las criptas. No siente miedo. Todo aquello le parece peculiar. La expresión del rostro del ángel se asemeja a la de sus abuelos y demás personas que se encuentran a metros ya de distancia.
Ya no los escucha murmurar. Ahora el ambiente lo llena el correr del viento entre los cipreses. Sus pasos entre la hierba. El columpio ha quedado atrás. Quiere alejarse cuanto le sea posible del llanto y de la seriedad que no comprende. Quiere acercarse al árbol que sobresale sobre las galerías de nichos.
Finalmente llega al pie del árbol. Se siente exhausta. El sol se encuentra en su cenit y el viento no es suficiente para aplacar el sopor provocado por el vestido y la larga caminata.
Se posa sobre una raíz que de tan vieja ha roto el concreto del suelo y sobresale como las venas en la mano de un anciano. Sus ojos se cierran con suavidad. Hay otras hormigas que buscan comida por esos rumbos. Exploran ahora el extraño contorno de un zapato y del tul. Se comunican a través de sus pequeñas antenas. Nunca sabrán que bajo los parpados de aquel ser desconocido se agolpan las imágenes, de forma convulsa, de la noche anterior.
—Ven Chayito. No te quedarás sola. Tu abuelo y yo vamos a cuidarte.
—Déjela. Va a asustarle abrazándola tan fuerte Celia —dijo abuelo Lorenzo.
—No me diga qué hacer y mejor vaya a ver cómo esta Silvia.
—Está durmiendo. El doctor le dio un medicamento muy fuerte.
—¿En dónde está mi mamá?
—Ya ve, usted la asustó Lorenzo.
—Pues tendrá que aprender a soportar las durezas de la vida de ahora en adelante. Sin padre y con su madre en ese estado.
—Pero apenas tiene siete años. Es una niña Lorenzo. Solo nos tiene a nosotros. Silvia no podrá hacerse cargo.
¡Rosario! ¡Rosario! Se escucha a lo lejos. La niña duerme y las hormigas escalan ahora por la cinta que ajusta el vestido a la cintura. Las voces se escuchan más cerca. ¡Aquí está!, grita tío Carlos. Siente una mano que la toma del brazo. Abre los ojos con calma. Ve los ojos llenos de lágrimas de abuela Celia quien la toma entre los brazos y repite “Chayito” con la voz que se atraganta en un pecho lleno de espasmos. Las hormigas caen desde una altura enorme. Pero por alguna razón vuelven a la fila. El trauma de la caída no las inmuta.
Abuelo Lorenzo corre y grita preguntando si la niña está bien. Tío Carlos le hace un gesto afirmativo. Su semblante pasa del temor a la furia. Exclama descontrolado y con el rostro enrojecido:
—¿En qué estabas pensando Rosario? ¡Nos pegaste un susto enorme! Ahora eres nuestra responsabilidad y nos debes obedecer. ¿Cómo se te ocurre? ¿cómo pensaste?
—Tío Lorenzo cálmense por favor.
—No te metas Carlos. ¡Celia! ¿por qué no la estaba vigilando?
—Cálmese Lorenzo. Ya está bien por hoy. Vámonos. Bendito sea el señor de los Milagros no le sucedió nada a Chayito.
Caminaron hacia la puerta de entrada del Cementerio. Ahí esperaban aún aquellos que habían buscado en otro sector del cementerio a la niña Chayito. Sus rostros mostraron alivio al verla en brazos de tío Carlos.
Todos salieron despacio, aún solemnes. Carlos fue el último en atravesar la puerta junto a abuela Celia. La niña alcanzó a escuchar cuando la abuela dijo: adiós hijito mío.
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