Francisco Juárez/
—Silvia, ¿estás bien?
—Parece que aún está dormida —dice abuelo Lorenzo.
—Lleva dos semanas sin salir de la habitación.
Por las tardes, cuando el sol penetra en todas las habitaciones es posible observar el polvillo que flota en el aire. La niña intenta atraparlo aun al observar que se escapa entre sus dedos. Tío Carlos lee el periódico en la cocina mientras bebe la taza de café que abuela le preparó.
—¿Cómo esta Silvia? —pregunta tío Carlos.
—Aún no sale —responde abuelo Lorenzo.
—A veces devuelve los platos de comida sin haberlos tocado. Sólo los deja frente a la puerta —dijo abuela Celia.
Dentro de la habitación Silvia acaricia con su mano izquierda su cabello largo y castaño. Ve por la ventana que da hacia el patio trasero. Ahí descansa un árbol envejecido del que cuelgan ya pocas hojas. Una bicicleta oxidada. Un rastrillo. Vuelve su cabeza y escucha murmullos frente a su habitación. Se siente incómoda pues sabe que hablan de ella. Sus pasos apenas se escuchan ya que está descalza. Se sienta a la orilla de la cama y se ve al espejo. Ve los ojos avellanados. La piel blanca. El mismo vestido negro y sucio. Toma un mechón de cabello y lo huele. Está sucio. Lo acaricia mientras se ve directamente a los ojos. Al reflejo de los ojos. Hay algo que no está bien. ¿Realmente esa mujer del espejo es ella? ¿Esos pómulos pronunciados le pertenecen? Siente miedo. Quiere voltear la mirada pero no puede. La imagen del espejo la subyuga. El pecho comienza a llenarse de ansiedad.
Con las fuerzas que le restan mira de costado. No aparta la vista por completo. Afuera está la bicicleta oxidada.
Veinte años antes esa bicicleta esta estacionada en el mismo lugar. Pero el árbol es frondoso, de hojas verdes y de corteza robusta. Veinte años atrás todo es. Un pájaro camina por el canto de la ventana. Picotea los insectos que andan por ahí. Silvia se acerca a ver por qué esta ahí el pájaro triste. Ese pájaro que llega todas las mañanas y no canta. «Pájaro triste». Tan callado y comelón. El ave emprende el vuelo. «Adiós pájaro triste».
Silvia se queda en su cama todas las mañanas. Espera a que mamá le traiga una sopa. La misma sopa. Día a día espárragos. Huevo cocido. Jugo de naranja.
—Mamá. Pájaro triste.
—¿De nuevo viste a tu amiguito?
—Sí. Pájaro triste. Voló, voló.
—Mañana vendrá y podrás jugar con él de nuevo Silvita.
Silvia toma un mechón de cabello y lo acaricia. Lo huele. «Avena». Toma con su mano izquierda la cuchara. Sopla la sopa de espárragos. La remueve y la vuelve a soplar. Está tibia.
—Gracias mamá —mamá se ha ido.
Silvia toma el huevo con su mano izquierda y se lo lleva a la boca. Se pone de pie y se recuesta sobre el vidrio frío de la ventana. La bicicleta sigue estacionada. Algunas hojas cayeron en la cestita blanca. «Mañana podrás jugar con él».
Junto al árbol papá habla con mamá.
—No Lorenzo. Ella estará mejor aquí con nosotros. ¿Qué hará tan sola en ese feo hospital?
—Celia, le repito que nosotros no tenemos los conocimientos suficientes… tiene que ser atendida por especialistas.
—Y ellos qué saben de Silvita.
—Mamá. Papá.
—Silvita, hija, por Dios por qué te levantaste. Aquí afuera es muy peligroso. Vamos te llevaré a tu cama.
Silvia se agacha a tiempo para poder recoger una hoja verde y brillante. La huele mientras papá la lleva en brazos a su habitación.
En el umbral papá se detiene y la baja al piso. La empuja con suavidad y cierra la puerta. Los pasos resuenan y llegan hasta el patio. Ahí está mamá viendo la hierba. Tiene una mano sobre su rostro.
Silvia se queda acostada junto a la puerta viendo la hoja. La toma del tallo con su mano izquierda y la pone entre sus ojos y la ventana. Ve sus filamentos, esa especie de tejido microscópico que se extiende en todas direcciones. «Hoja-raíz».
Pasarían cuatro años antes de que Silvia sintiera el calor del sol sobre sus brazos de nuevo. Meses de mantas y sopas, de juegos frente al espejo y abrazos de mamá Celia. Poco a poco la presencia de su padre se hizo distante y pálida. Ahora sólo escuchaba sus pasos subir las escaleras.
—Papá ya no está.
—Si está Silvita, pero tiene mucho trabajo. Ya bajará a verte más tarde —al decir esto Celia sentía cómo se estrujaba su corazón al recordar aquella discusión en la que Lorenzo había dado por perdida toda esperanza—. Ya bajará mi vida.
—Quiero usar el triciclo.
Con la mirada fija sobre los labios de la niña que se ponía de pie frente a ella Celia asintió sin pronunciar palabra. Se acercó al ropero y sacó el pantaloncito de tela cuadriculado que había tejido hacía ya mucho tiempo esperando un día como el que ahora, como en un sueño, se transformaba en el hoy. Olía a moho pero no importaba. El suetercito de lana y los zapatos brillantes. Todo listo. Cuidado con el brazo y la pierna derecha. Silvia, dócil como el pichón de una paloma dejó que la madre le arropara.
La tomó de la mano y fueron despacio hacia el jardín donde el triciclo seguía estacionado. El gran árbol hacia sombra, generoso aún en los tiempos aciagos y a pesar de todo dejaba caer las hojas que llovían sobre la canasta blanca y oxidada del triciclo.
Celia la tomó en brazos y la colocó sobre el asiento frío y húmedo.
Desde la ventana del segundo piso Lorenzo veía con ojos hechizados a la hija jugar, intentar jugar con el triciclo. Sintió el profundo deseo de bajar al patio a toda prisa. Había algo que se lo impedía.
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