Tik Na'oj Enero

Diego Alburez / Opinión /

Definamos la generación de la postguerra como la suma de aquellos que, por razones cronológicas, no nos vimos en la necesidad de apoyar a uno u otro bando durante el conflicto armado. Esto no quiere decir que no hayamos sido afectados por la guerra, pues es difícil imaginar a un guatemalteco que no sufra sus consecuencias. Esta definición aplica sobre todo a quienes ya no conocieron la vida tras la cortina de hierro. Es decir, quienes ya no crecieron en un mundo maniqueo en el cual eras un ciudadano respetable o eras un monstruo comunista, sin matices de por medio.

Por el contrario, las generaciones que lucharon en el conflicto fueron socializadas en el modelo de estás conmigo o estás contra mí.

En Guatemala, la postguerra acabará cuando la retórica que caracterizó al conflicto se vuelva anticuada y pierda toda capacidad de persuasión. Esto es, en la medida en que los actores del conflicto abandonen el escenario público y tanto el anticomunismo como la ‘dignidad rebelde’ sean experiencias históricas y no realidades cotidianas. Para la izquierda guatemalteca esto representa, antes que nada, actualizar su discurso. Como los resultados electorales desde la firma de la paz han mostrado, este nunca ha sido popular.

Álvaro Velásquez, quien fuera miembro de la Convergencia Revolucionaria Guatemalteca menciona en una reciente columna que para reavivar a la izquierda guatemalteca “lo urgente y necesario es rearticular el movimiento revolucionario. Una especial responsabilidad recae en los viejos revolucionarios que militan todavía y aspiran a salir de la marginalidad política.” ¡Nada más lejos de la verdad! Los viejos revolucionarios deben hacer lugar a una nueva generación, que será quien refresque la izquierda en Guatemala. Perpetuar el discurso guerrillero hoy sólo contribuye a marginar a los actores de izquierda en la arena política.

Una izquierda con propuestas realmente progresistas es posible y puede apelar a ese segmento de la población que ha votado por Portillo, Colom o Baldizón.

Paradójicamente, la clase hegemónica del país es la mayor beneficiaria de esta situación, ya que en tanto los actores de izquierda se aferren a discursos y praxis propios de la Guerra Fría, es fácil marginarlos apelando a una retórica que es compartida por gran parte de la población (antisociales, resentidos: guerrilleros). Los miembros de esta clase—empresarios, finqueros, narcos—disfrutan de una cuota inaceptable de poder político y tienen pocos escrúpulos en lo tocante a conservarla. Basta recordar la complicidad del sector privado con los gobiernos dictatoriales durante el conflicto armado.

El diálogo político, como cualquier clase de diálogo, es imposible si las partes están en una situación de desigualdad. Y de ninguna forma la izquierda guatemalteca podrá consolidarse como una fuerza política de peso en tanto no actualice sus “cuadros” y abandone un discurso que además de infértil, es mal visto por el grueso de la población. Y con razón, ¿quién en su sano juicio quisiera repetir la experiencia del conflicto armado?

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