Gabriela Maldonado/ Opinión/
Sin pensarlo más me lancé al agua y sin tener otra opción aprendí a flotar. Inmediatamente fui envuelta por el azul del mar y del cielo. Mi cuerpo, acariciado por el sol se extendía a lo largo del agua, y una paz profunda como el océano lo llenaba de ligereza. Mis extremidades se movían lentamente pero sin impedimento, bajo la inmensa expansión de los cielos podía dirigirme hacia a donde quisiera.
De repente y sin explicación la sensación de liviandad y apertura terminó. Mi cuerpo se volvió pesado, mis movimientos torpes…comencé a hundirme. Los cielos se tornaron oscuros y el agua comenzó a moverse con violencia. Respiraba con dificultad, tomando bocanadas de agua en vez de aire. Vi a mi alrededor y me supe sola, aislada de los demás. Estaba flotando en las afueras de la historia, libre pero sola y sin dirección.
Perdí gran parte de mi identidad al alejarme de la fe cristiana: si ya no era hija de Dios, en comunión con otros creyentes, con la misión de salvar almas, entonces ¿quién era yo y cuál era mi relación al resto del mundo? Pasaron varios años hasta que llegué a sentirme conectada con el mundo nuevamente. Ahora sé que mi existencia está entrelazada con la de otros alrededor mío de una manera más profunda y compleja de lo que se me había enseñado en la iglesia.
Para llegar a este nuevo entendimiento comencé con curiosidad. Vi que ciertas personas vivían con un sentido de pertenecía profundo, entonces quise saber cómo experimentaban la vida y qué los movía por dentro. Esto me llevó a escuchar las historias de personas críticas de la la sociedad y soñadores de mundos distintos. Pude ver el fervor con el que realizaban sus protestas y propuestas; si algo podía mover a las personas con tanta pasión yo quería saber qué era. Luego aprendí que para escuchar atentamente no es necesario entenderlo todo o estar de acuerdo.
Cada quién habla desde su experiencia, que aunque distinta y hasta opuesta, no deja de ser válida.
Finalmente las posturas feministas, que parten de un entendimiento sistémico de la realidad, me ayudaron a visualizar la conexión que existe entre los seres humanos. Todos somos parte de una red inevitable de privilegios y opresiones. ¿Qué? ¿Opresión? — pregunté con incredulidad — No, yo me siento bastante libre y por mi parte no maltrato a nadie. ¿Privilegios? Bueno, quizá. Pero ¿qué tiene eso que ver con los demás? No les afecta en nada… ¿o sí?
Cuando llegué a este cuestionamiento yo había dejado de ser parte de una mayoría dominante en Guatemala y me había vuelto parte de un grupo minoritario en Estados Unidos. El cambio de mi posición social abrió mis ojos a otra realidad.
La primera conexión que descubrí tener con el mundo fue a través de mi socialización como mujer. Por muchos años había negado ser víctima de posturas sexistas. Creía que aceptar que la sociedad me trataba como inferior a los hombres significaba aceptar que las mujeres eran naturalmente inferiores. Pero acercarme a mujeres empoderadas y aprender posturas feministas me ayudó a separar el mito sexista de la realidad. Así comencé a analizar mi experiencia, tomando en cuenta los sistemas socioculturales sexistas y patriarcales que me limitaban.

A la vez que aumenté mi entendimiento sobre las redes de opresión que impactaban mi vida, fui descubriendo las redes de privilegio que sostenían mi existencia. Llegué a entender que no todas las mujeres son tratadas iguales. Algunas contamos con privilegios que en ocasiones minimizan el efecto de la opresión que sufrimos por nuestra identidad de género. Por mi lado, cuento con el privilegio de haber crecido en una familia clasemediera, en un ámbito urbano, con acceso a estudios universitarios; además soy de piel clara, delgada y paso como hetero [i].
Mi amistad con mujeres con identidades diferentes a la mía, me ayudó a ver que la lucha hacia la liberación colectiva debe ser interseccional [ii], tomando en cuenta que la sociedad nos trata de distintas maneras en base a cada faceta de nuestra identidad. Mi amistad con Tamara, por ejemplo, fue indispensable para comprender esto.
Como mujer negra en el sur de los Estados Unidos, Tamara entiende muy bien la opresión sistematizada pues la ha vivido en carne propia junto con su familia. En una conversación trataba de explicarme el trato racista que experimentaba dentro de la universidad. Por más explicaciones que me daba yo no veía que la situación evidenciara un trato racista. Finalmente me dijo con algo de exasperación que yo no tenía porqué entender su experiencia, simplemente tenía que creer lo que decía; al fin y al cabo a mí no se me trataba igual que a ella. Así aprendí a escuchar con compasión, más que con la razón.
En otra ocasión se discutía la identidad de género en una reunión feminista a la que asistimos Tamara y yo. Varias de las participantes expresamos existir fuera del binario de género que nos limita a ser hombre o mujer: nosotros nos definimos como personas de género “queer”. Tamara y otras personas que se identifican como mujeres, rápidamente expresaron su desaprobación hacia las personas que se dicen “queer” porque les parecía una moda y no un sentimiento real. La respuesta de las personas “queer” fue relatar, una por una, lo hiriente que es que se cuestione nuestra propia identidad, a veces con burlas o hasta violencia.
Esa discusión fue reveladora para Tamara. Por primera vez había estado consciente de actuar desde una posición de privilegio que le impedía entender cómo las personas “queer” se veían a sí mismas. Por ser de un género aceptado socialmente, Tamara nunca se había puesto a pensar en la opresión social que sienten las personas que no encajan en el binario de género. Sin embargo, siendo una mujer negra, ella sí entendía el dolor que se siente al ser discriminado por ser quien uno es. Así fue como ella utilizó su experiencia para extender compasión hacia las personas distintas a ella, a pesar de que no podía entender personalmente lo que vivían.
Al igual que Tamara a ido descubriendo los privilegios que tiene a pesar de la opresión penetrante que sufre regularmente, yo he ido descubriendo mi posición dentro de las redes de privilegio y opresión. Lo que he aprendido es que hay ciertos tipos de privilegio que incomodan y por lo tanto cuesta reconocer.

Privilegio es saber que en el vaivén de este mundo desigual nos vemos más beneficiados por las estructuras sociales que otros. Es difícil reconocer estos beneficios, porque tienden a ser la norma dentro del grupo social al que pertenecemos. Además es incómodo reconocer el privilegio porque no es algo que escojamos, nos posiciona en contra de los oprimidos y nadie quiere pensar en sí mismo como alguien que causa daño. Sin embargo, si estamos comprometidos con la liberación colectiva debemos de preguntarnos el papel que jugamos en la opresión de otros.
Los privilegios que tengo así como las opresiones que sufro, me conectan al resto de las personas de una forma inevitable pero que se puede cambiar.
Me gusta entender esta conexión, porque expande los límites de mi realidad y reta mi visión social: para crear un mundo donde yo me sienta bienvenida y aceptada, debo de velar por crear un mundo donde mujeres, hombres y personas de toda posición social también se sientan bienvenidos y aceptados.
Por lo tanto, mi tarea como persona privilegiada es mantener los ojos abiertos para entender mi privilegio y tomar responsabilidad sobre los beneficios que la sociedad me confiere y le niega a otros. Quiero llegar a entender la vida como dice un proverbio africano “Yo soy porque nosotros somos”.