Mauricio Rosales/ Colaboración/

Salía de clases de una jornada cargada en la universidad; algunas amigas me acompañaban en el auto de camino a casa. Cuando salía del campus, por el estacionamiento siete, algo inusual se podía presenciar.

La ausencia de transeúntes y personas que comúnmente se mantienen en la zona alertó mis sentidos; además, la notoria presencia de la Policía Nacional Civil y agentes del Ministerio Público hacían evidente que algo no estaba bien en ese lugar. Avanzamos unos cuantos metros, buscando el boulevard La Montaña, justo antes de entrar en el “túnel” y subir a la calle principal, pude notar claramente un autobús, circundado por cintas amarillas y con impactos de bala en una de las ventanas cercanas al lugar donde conduce el piloto. Inmediatamente pensé en la muerte de alguna persona que iba justo a bordo de ese medio de transporte.

Evidentemente, el piloto había sido asesinado por heridas de arma de fuego. Un sentimiento profundo vino a mí al saber que, uno más, había sido víctima de un sistema que pareciera no acabar.

Un juego donde los que tienen el poder de quitar la vida son quienes hacen su propia justicia.

Este hecho me hizo pensar de manera profunda, lo que significó el asesinato de un ser humano, un guatemalteco como yo, fuera de una institución de educación superior. Sin duda, las personas que disfrutaban de un café de Barista o que recibían clases en alguno de los edificios de la universidad ignoraban lo que pasaba detrás de la reja, a tan solo una corta distancia de las talanqueras de los estacionamientos. Los días posteriores a tan lamentable hecho, estuvieron marcados por uno que otro comentario que pretendía sentir el dolor y la pena ante la muerte de esta persona. Escuché, por ejemplo, a algunos compañeros y amigos decir: “qué lamentable”, “pobrecito”, “todo por no pagar la extorsión, de seguro”; todos, con una frialdad y sin sentimientos que destacaran que lo que se decía, en realidad, salía desde adentro. ¿Cuándo hablar de asesinatos se volvió algo de la cotidianidad? ¿Cuándo dejamos de sentir dolor por aquellos, seres humanos, que, en su lucha de sobrevivir en este país, pierden la vida? ¿Cuándo legitimamos el perverso sistema de extorsiones? ¿Qué nos hace pensar que, aunque estemos nosotros bien, otros también deben estarlo?

Evidentemente la burbuja que nos enfrasca en un campus universitario hace que nuestra sensibilidad sea absorbida; hace que esa misma sensibilidad antes otras realidades sea poco manifestada, o quizás, nula. Vemos cómo las dinámicas de las relaciones en nuestra sociedad pueden verse muy claras en una circunstancia como esta.

Una burbuja junto a la otra, viviendo acontecimientos, dinámicas y coyunturas distintas, ignorando cuán beneficioso sería el que una pueda apoyarse de la otra.

Vivir en un ambiente donde se tiene acceso a las comodidades, donde la presencia de la violencia no existe y donde todo parece marchar de maravilla, nos ha hecho perder la noción de afuera, sin necesidad de viajar kilómetros, hay muchos/as guatemaltecos/as que luchan por salir adelante, por mejorar sus condiciones de vida; pero, desde luego, en una realidad, que cada día pareciera estar más lejos de la nuestra, cuando de hecho, es una que converge en muchos puntos con nuestra burbuja. ¿En qué mundo estamos viviendo los/las landivarianos/as?, ¿desde dónde estamos reflexionando y viendo a nuestra Guatemala? y ¿hasta cuándo hemos de despertar y empezar a reventar esa burbuja que nos absorbe?

Imagen: Plaza Pública

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