Lenina García / Opinión 

Violencia, postal cotidiana:

Son las seis de la tarde, salgo de la oficina, camino por toda la Sexta Avenida hasta la dieciocho calle -andate por allí mija, allí camina un montón de gente, las otras calles se mantienen muy solas-. Veo ancianos tirados en el suelo pidiendo una moneda, jóvenes que ofrecen ropa con maniquíes en la espalda, niñas vendedoras de chicles que huyen para no ser vistas por la Muni, multitudes que se aglomeran para abordar el Transurbano.

Llego a mi destino, subo al bus indicado, el “brocha” me dice: -Son cinco por la hora, “cosita rica”- le doy el billete y trata de acariciar mi mano,  la retiro con la mirada fija. Me acomodo en el único asiento libre. Sube una muchacha de unos veinte años con su hijo en el regazo, ofreciendo llaveritos y tarjetas cristianas. El bus arranca, se encienden las bocinas. Suena una canción de reguetón.

¿De dónde nace la violencia?

A veces me desespero cuando pienso en lo difícil que es caminar con plena libertad en las calles, además de los múltiples obstáculos que nos toca vencer como mujeres en el ámbito laboral, social y personal. Pero cuando veo lo que sucede a mi alrededor reflexiono que lo que yo siento es tan sólo producto de una realidad aún más compleja: la violencia estructural.

Esos “ancianos tirados en el suelo pidiendo una moneda”, los “jóvenes que ofrecen ropa con maniquíes en la espalda”, las “niñas vendedoras de chicles que huyen para no ser vistas por la Muni”, la “muchacha de unos veinte años con su hijo en el regazo”, son la muestra clara de esa otra violencia a la que es condenada la mayor parte de la población, -en especial de etnia indígena- y que desencadena los otros tipos de violencias.

Esto, es producto de un país donde impera el Patriarcado, que en palabras de Gerda Lerner, historiadora y feminista austriaca, quiere decir: “La manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y los niños, niñas de la familia, dominio que se extiende a la sociedad en general. Implica que los varones tienen poder en todas las instituciones importantes de la sociedad y que se priva a las mujeres del acceso de las mismas pero no implica que las mujeres no tengan ningún tipo de poder, ni de derechos, influencias o de recursos”.

Lo menciono porque en Guatemala desde hace cientos de años se ha reproducido ese modelo, en el cual el Estado y sus instituciones (que asumen el rol del padre), en nombre de la patria han colonizado, despojado, asesinado y enriquecido, tras esa búsqueda insaciable de poder. Y a esto agreguemos que vivimos bajo un sistema Capitalista, para quienes no somos seres humanos, sino simples consumidores y cuya lógica es la acumulación de capital a costa de guerras, invasiones a otros países, destrucción de la Madre Tierra.

Y mientras las élites se benefician de la explotación, las minorías viven en condiciones de miseria, se “aglomeran para abordar el transurbano”, no cuentan con un trabajo digno, hay días que ni comen, no tienen acceso a agua potable o es violentado su derecho a la educación. ¿Cómo no va a ser violenta una población a la que le son negados sus derechos y sus condiciones primarias de vida? He allí que no sea extraño que Guatemala sea uno de los países más violentos del mundo, con 15 homicidios por día y que las niñas y mujeres sean las más afectadas por la invasión de su territorio-cuerpo; sólo de enero a octubre de 2015 se reporten 5,220 embarazos en niñas de 10 a 14 años. Sí, vivimos en una pesadilla.

¿Cómo romper el yugo de tantas violencias?

Para cambiar todas esas violencias que nos afectan como población, en especial a las mujeres y niñas, es importante transformar los modelos de vida, de desarrollo y de gobierno. No se trata de darle la “vuelta a la tortilla” como muchos piensan, se trata de construir entre hombres y mujeres una sociedad con igualdad de derechos y oportunidades. Un país que priorice la vida, no la muerte; la justicia social, no el armamento militar; la comunidad, no el despojo; la educación liberadora, no la criminalización de la juventud; la participación activa de las mujeres, no la utilización de su cuerpo en campañas publicitarias.

Porque la violencia contra la mujer, es violencia contra toda la humanidad, es el reflejo de la destrucción de la madre tierra, del irrespeto a la vida, a la libertad.

En palabras de Andrea Ixchiú, joven activista guatemalteca Maya K’iche, al referirse a la violencia contra la mujer: “La ruta para frenar todo esto requiere de esfuerzos coordinados y sostenidos a todo nivel, de cambios de paradigmas, de no buscar la igualdad por la igualdad. Toca reconocer todas las diversidades. Esto, para educar y construir una sociedad no homogeneizadora que respete las diferencias ya sean étnicas, culturales o sexuales. Nos urge construir movimientos que aspiren a transformar las relaciones de poder actuales”.

Desde 1999, cada 25 de noviembre se conmemora el Día de la No Violencia contra la Mujer a partir del brutal asesinato de las Hermanas Mirabal en la década de 1960, quienes se opusieron al régimen dictatorial del presidente Rafael Leónidas Trujillo de República Dominicana. Hoy, cincuenta y cinco años después, enciendo una vela morada por las hermanas Mirabal, “las mariposas”, cuyo legado ha permitido que en la actualidad muchas mujeres podamos expresarnos con más libertad.

Y aquí seguimos, cuestionando al sistema, a ese trujillismo que sigue enquistado en nuestros países y que impide que seamos como esas mariposas en libertad.

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