Te apuesto que a estas alturas del encierro, estás acá, viendo de qué hablamos porque ya te cansaste de darle vueltas al catálogo de Netflix, ya no sabes que más jugar, con quién hablar o qué filtro usar para tus historias; ya no es tan fácil comprometerte con cualquiera de las tareas anteriores, ya topaste la mayoría de planes que tenías (por no decir que ya te aburriste) y andas buscando qué hacer, aunque al mismo tiempo, barajeas otras cosas que no te has atrevido a probar por pereza, falta de tiempo, espacio o cualquier otra excusa/justificación que puedas hallar. Claro, en tu aburrimiento, cualquiera esperaría que ya te hayas percatado del privilegio que tienes, de esa oportunidad de aburrirte por no hacer nada, por no encontrar qué ver o dormir en demasía; digo, tanto lo hemos pasado cantando este tiempo, de que el poder quedarnos en casa no solo es una cuestión de salud y contención, también resulta una oportunidad nada accesible para una gran mayoría de gente en el país.

¿Que gran mayoría? Pues esa parte de la población que vive debajo de la linea de pobreza, es decir, sus ingresos no superan $1 al día y difícilmente se asoman a lo que las cúpulas empresariales y el gobierno acuerdan como “salario mínimo”

Es absurdo y hasta inhumano el manejo de esta crisis a niveles institucionales, sociales, académicos y hasta eclesiales, aunque creo que la incapacidad de respuesta coyuntural se debe al daño estructural y sistemático que tiene el Estado de Guatemala, su sistema de salud, empresa privada e instituciones. Pero ¿Por qué irme hacia el discurso de siempre? Puedo decir incluso, que la posibilidad que tengo en este momento, de cuestionar, criticar y buscar el diálogo desde este espacio digital también es un privilegio; porque mientras yo hablo de pobreza, desigualdad, hambre, carencias, enfermedad, miedo e inseguridad, con la intención de que llegue a mas de alguien y pueda iniciar un dialogo, allá afuera hay quienes viven y sufren con todo lo anterior a diario. 

Me encanta leer por todos lados que “cuando esto pase” vamos a volver pero no seremos los mismos, que vamos abrazar más, que viajaremos más, que seremos capaces de apreciar lo pequeño y simple que tanto estamos extrañando ¿Será cierto? ¿En verdad seremos distintos? ¿Será que los estudiantes universitarios dejarán de quejarse por entrar a clases y presentar sus trabajos? ¿Será que los jóvenes harán algo más por su vida que llenar los vacíos y problemas con fiestas, drogas, filtros, likes y alcohol? ¿De verdad esto nos está cambiando? En todo el furor del momento, hasta hemos “valorado” más a las personas que antes eran el objeto de burla, calumnia, mofa y ridículo por considerar que sus trabajos no eran lo suficientemente dignos para tener una buena paga ¿Se acuerdan cuando alegaban que un jardinero, un conserje, alguien que recoge la basura o atiende un supermercado no era tan vital como un profesional universitario? ¿Cuando sus comentarios llenos de clasismo y racismo condenaban a toda esta gente a sueldos de miseria y vidas de carencia por no haber tenido la oportunidad, como ustedes, de ir a sentarse a un salón de clases para ver el teléfono durante dos horas y luego preocuparse por los puntos pero no por aprender, trascender o aportar algo?

Y en medio de todo esto, los médicos y enfermeras, pasaron de ser inútiles, haraganes, faltos de vocación y inhumanos, a los “nuevos superheroes” y “piezas fundamentales” de la sociedad.

Esta nueva ola de súbito amor, aprecio y respeto a los trabajadores, es bien fácil de explicar, usando la analogía del dragón: cuando contamos cuentos o historias sobre valor, coraje y aprobación, generalmente lo hacemos bajo aquel modelo de el caballero contra el dragón; un elegido enfrentando una amenaza palpable, visible y sobre todo maligna, a partir de ahí, todo es acerca de esos momentos de gran valentía y desinterés, donde el elegido se enfrenta al monstruo, haciendo gala de todas sus virtudes y dones, hasta que lo derrota. Su victoria le hace ganarse el respeto, cariño y amor del pueblo hasta la siguiente batalla o hasta el siguiente héroe en la historia.

Siempre trato de ser optimista, porque esa es la mejor forma de sobrellevar el caos en mi cabeza, pero la historia reciente de este paraíso desigual, deja poco lugar para el optimismo; después de esto, después de todo el desmadre que se nos va armar en salud si las autoridades no hacen algo pronto, luego de que todo pase y los únicos que se hayan sentido a salvo sean los empresarios y las roscas adultocéntricas de las instituciones, luego de que pasemos la fase romántica de esta pandemia, donde hablemos de lo simple, lo bonito, de lo que extrañamos, de lo que sobra y de quienes nos hacen falta, vamos a volver a lo mismo. ¿Saben por qué? Porque así somos, porque así nos hemos venido programando desde siempre, ocultándonos detrás de muros digitales, de concreto, de fe e ideológicos; siempre tan actuales en retos y tendencias pendejas, pero tan alejados de realidades de muerte, hambre, frió, soledad y tristeza. 

Los únicos que probablemente serán distintos (y no lo digo solo por ser parte del gremio) serán los trabajadores del área de salud, los estudiantes de medicina, residentes, enfermeras, auxiliares de enfermería, terapistas respiratorios, jefes de servicio, personal de mantenimiento y demás profesiones “pequeñas”, que están sosteniendo nuestra forma de vida en este aislamiento.

Cuando todo esto acabe, la mayoría de personas, volverán a sus rutinas absurdamente normales, monótonas y aburridas, se volverán a quejar de su día a día y todos sus prejuicios estarán a la orden del día; seguirán haciendo famosa a gente estúpida, llenando de filtros su rostro, hablando de vivir a tope, subiendo historias repletas de alcohol y luces de colores, continuarán compartiendo memes, haciendo el ridículo, volverán a creerse los cuentos aquellos de “el pobre es pobre porque quiere”, seguirán rezando en sus templos y siendo creyentes de fachada, elegirán mas gente inepta e incapaz para los puestos del gobierno y sobre todo ajenos, ajenos al caos que esto está provocando y desastroso país que eramos y seguiremos siendo.

Dudo que vayan a estar ahí, apoyando a los médicos y enfermeras en las protestas por dignificar su profesión, no van a fiscalizar o exigir que el gobierno invierta más en salud, educación, arte, cultura e infraestructura; se me hace difícil creer que ahora si van a saludar al conserje, llamar por su nombre a quien recoge la basura o valorar a quien cocinó y entregó su plato de comida, no hay que pecar de ilusos. 

Para una gran minoría, la romántica historia de como “la humanidad se unió para hacerle frente a un amigo invisible” será digna de andarse contando y divulgando continuamente así, hasta que llegue el próximo que si se sienta como apocalipsis; pero para el resto, para los que no saben si van a comer hoy, para los que sobreviven, para los que no saben de sueños, oportunidades y espacios, para los pobres y marginados, esta situación los va dejar iguales, si no es que peor. Porque en medio de todo esto deberíamos cuestionarnos:

¿Qué nos enseña esta pandemia?

Yo diría, para empezar, que en el tercer mundo la medicina por si misma es algo que no cabe ni encaja en ningún texto occidental y tradicional, que para los gobiernos, la economía vale más que las vidas humanas, que la cuarentena saca a relucir el clasismo y nacionalismo exacerbado, que no sabemos qué hacer con la soledad y el tiempo, que nos da igual las fallas estructurales a las respuestas coyunturales y sobre todo, que ya nada pareciera capaz de sacudirnos de la zona cómoda.

¿Volveremos a la normalidad? No deberíamos, porque la normalidad es el problema, pero hasta que no la desafiemos y sepamos como deshacernos de ella, para allá vamos, raudos y felices. 

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