Luis Pedro Véliz/

Uno o dos besos en la vida se dan ciertas veces que naufragan y evacuamos de manera retrasada, si es que lo hacemos. Se evidencia la primera fuga en la nave y viene, entonces, la pesadez del agua y la urgencia del escape, de las huidas alternativas.

Los botes que tan pronto vemos e intentamos abordar, los salvavidas en medio del mar y las últimas últimas palabras de tantos, que suenan ajenas, porque no son nuestras. 

El aviso retrasado a los pasajeros y el gesto de resignación de la tripulación que conviene tan poco cuando el mar alcanza ya las rodillas. 

Y así, entonces, el capitán va purgando de males la nave, que de a poco se va hundiendo con tantos recuerdos distintos que no los dicta él sino sus tripulantes y pasajeros, de quienes, con gusto, también se deshace. Una a una, las personas son evacuadas y puestas a salvo de la inminencia del fondo del mar. 

El capitán, honorablemente, vierte sus recuerdos y las veces que le dio  en la cubierta. Lanza por la borda el resto de salvavidas y botes, porque un capitán siempre se hunde con la nave que nunca quemó. 

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