Manuel Canahui/ Corresponsal/
¿Ya leyeron la Prensa Libre del domingo 7 de octubre? Le dedican dos páginas completas a la discusión sobre la necesidad imperiosa que el Congreso tiene de concentrar las oficinas de los 158 diputados y sus respectivas comisiones de trabajo en un solo edificio.
Analizan si es más prudente invertir en el edificio Ritz, ubicado entre séptima y sexta avenida ¨A¨, sobre la décima calle (allí donde todos los días una mujer no vidente toca el acordeón hasta las 4 de la tarde y un drogadicto duerme la mona de 8 a 5), o si es mejor trasladarse a un terreno un poco más lejano pero con mayor seguridad sísmica y un glamur contemporáneo más adecuado para albergar los despachos de los honorables legisladores.
Y no digo honorables en un tono despectivo, -como el que muchos entendieron el año pasado durante el debate previo a las elecciones estudiantiles de la Universidad Rafael Landívar, cuando me referí a un digno contrincante como ¨honorable¨ con la recta intención de alabarlo, no de denigrarlo- sino, honorables legisladores por ostentar tan importante calidad dentro de la República que estamos tratando de construir.
Ellos merecen una oficina bonita, con salas de reuniones bonitas para recibir a los promedio 20 visitantes semanales.
Ciudadanos que llegan a pedirles que los ayuden a ubicar a su hijo desaparecido, que les den prioridad en la pavimentación de los caminos de su comunidad o que les presten un poco más de atención a los niños flaquitos que se mueren de hambre allí por su caserío. Visitantes que así como llegan, reciben una acertada respuesta de los asistentes legislativos, casi invariable: “el diputado no puede atenderle, está en reunión” o, a veces del mismo diputado: “ahí vamos a ver qué le hacemos mire, pero tiene que ir a la policía, acá no ayudamos a encontrar personas desaparecidas”.
Yo, estudiante de Derecho, con unos cinco años de estar visitando la cada vez más espantosa Torre de Tribunales y sintiendo pena por los abogados, jueces, oficiales, secretarios, comisarios y notificadores que por amor al servicio judicial y la esperanza de crecer en el Organismo Judicial, tienen que pasar su jornada laboral (que, hablando lo que es, aguantaría una hora y media más diaria) en ese horrible edificio, entiendo, a nivel arquitectónico y psicológico industrial la importancia de un ambiente bonito de trabajo. Lo entiendo.
Lo que no entiendo y me regresa a mis períodos de 30 minutos con el profesor Otto Sergio en clase de socioeconomía, es ¿por qué es más importante cambiar a los diputados de oficinas que cambiar un poco, ni siquiera mucho, sino un poco, la situación de las personas que literalmente viven en la 10 calle y 7ª avenida de la zona 1?
La no vidente que toca una y otra vez las canciones que ha ido perfeccionando en su acordeón en los meses que tengo de caminar por allí, no tiene un plan de pensión en qué confiar cuando sus manos dejen de funcionarle tan bien. Tampoco tiene la certeza de que las fuerzas de seguridad responderán a sus gritos de auxilio cuando algún vivo, tal vez el mismo drogadicto que duerme por allí, le arrebate su palangana con ganancias y salga corriendo.
Los niños que ofrecen lustre de zapatos a 3 quetzales por el sector y que miran con ansias la llegada de los guardaespaldas legislativos en sus carrones, podrían soportar un poco de atención del Estado también, empezando por una comida caliente al día y una investigación que llegue al fondo de las redes que manejan el no tan glorioso negocio del lustre de zapatos y un compromiso por escrito de no permitir que salgan a la calle nunca más a ganarse sus quetzales a tan corta edad.
O al menos un compromiso nuestro, la clase media, burócratas y empleados privados por igual, de nunca dejar que un bebé nos lustre los zapatos. Eso es lo que no entiendo.
Fotografía: www.ojodigital.com