¿Te consideras creyente? Digo, entre las miles y muy variadas ofertas de deidades que se ofrecen en nuestra sociedad moderna, ¿te inclinas por alguna? ¿O eres de los que no creen, pero tampoco dejan de creer? Es parte de la naturaleza humana tener fe en algo o alguien, ya sea un orden superior, un creador, un monstruo volador de spaghetti, maestros de fe como Buda o Yoda, la ciencia o el diseño inteligente; esta misma característica, sumamente humana, nos puede hacer vulnerables o empoderarnos, según las formas y métodos a través de los cuales los interioricemos y hagamos parte de lo cotidiano en nuestras vidas, espacios y hasta sociedades. La cuestión respecto a la fe, no es quizá cuán grande o verdadera resulta ser, sino, cuánta libertad y responsabilidad te permiten asumir.
Ahora hablemos del miedo. ¿Qué hay del miedo? ¿Cuándo fue la última vez que sintieron el miedo recorrer su cuerpo y apoderarse de los pensamientos o la voluntad para realizar algo? Ese sentimiento que se hace presente en variedad de momentos y situaciones, como cuando vas manejando y una moto se detiene a tu lado mientras esperas que el semáforo te dé paso, la ansiedad apoderándose antes de hacer algo importante o arriesgado, contemplar el probable y/o inminente fracaso de un plan, proyecto o sueño, las extrañas sensaciones que desatan caminar por las calles de esta ciudad (que te hacen estar alerta y observar a todos los que te rodean). ¿Qué tan usualmente sentimos miedo? o quizás más importante, ¿qué hacemos para confrontarlo y sobreponernos?
Fe y miedo, miedo y fe, luz y oscuridad, buenos y malos, verdad y mentira… no importa cómo lo veas o describas, son las dos variables a las que todo guatemalteco se ve expuesto a lo largo de su vida y que han determinado la reciente historia del país y la han moldeado hacia lo que somos (o pretendemos ser) actualmente. Digo, Guatemala es un país eminentemente cristiano (o creyente, tomando en cuenta los diferentes credos) y de líneas muy conservadoras, que se escandaliza con el sexo, feminismo, homosexualidad, pensamiento crítico, el indigenismo o la libertad; pero al mismo tiempo, somos una nación rota, saqueada, cruelmente silenciada, mentalmente enferma, construida sobre la violencia estructural y los prejuicios de clase, etnia.
¿Por qué? Porque lo hemos permitido, porque aceptamos viejas y destructivas narrativas sobre el amor, empatía, miedo, país, cristianismo, bienestar, naturaleza y, sobre todo, la esperanza.
Que seamos el caos de nación que somos no es casualidad, aun cuando hay esbozos de cambio o de esperanza renovada, que nos permitan creer en algo distinto, el sistema siempre se reorganiza, crea nuevos liderazgos, maquilla de nuevo sus viejas y destructivas narrativas; y así, mientras luchamos o nos distraemos, las condiciones de existencia para un sistema fallido continúan perpetuándose. ¿Cómo se perpetúan? A través de la esperanza, la que buscan vender a través del discurso salvífico que cada cuatro años encontramos en planes de gobierno, promesas de campaña y mítines municipales.
Un discurso que empieza (casi siempre) hablando de todo lo malo que nos pasa, de lo que sentimos, de la violencia que sufrimos, el hambre, la miseria, la desesperanza y el dolor (primer paso, vender el miedo) y que luego se dirige hacia la búsqueda de los culpables de que todo esté como está, de que las cosas no hayan cambiando durante los últimos cuatro años o el ultimo siglo o los últimos 198 años. ¿Quiénes son los culpables? “Ellos” ¿Ellos quiénes? “Ese inevitable colectivo, omnisciente, omnipresente, etéreo y perpetuo que no permite que las cosas avancen” o dicho de otra forma, los enemigos de siempre, según nos dictan los doctos y mesías de la política (inserte aquí el de su elección) o escoja de entre las siguientes opciones: el capitalismo, el comunismo, la izquierda, la derecha, los homosexuales, la ONU y su agenda globalista, las feministas, los “indios resentidos”, los ateos inmorales, los creyentes ignorantes, George Soros… etc. (segundo paso, vender un culpable) y luego, viene la mesiánica presentación del hombre (sí, hombre, porque como poner las esperanzas en una mujer ¡Eso es de ilusos, chairos y comunistas!) ungido y agradable a Dios, que blandirá su espada y su cruz para librar una batalla contra la Hydra que tiene secuestrada al país, las oportunidades y los recursos por los próximos cuatro años (tercer paso, vender esperanza).
Y así, la de nunca acabar, la eterna batalla entre el fantasma del miedo (“ellos”) y Dios (a través de su mesías/candidato), mientras los pobres tienen sueños y esperanza, los ricos dietas y oportunidades, los jóvenes migran, la niñez muere de hambre, los trabajadores tienen deudas, los ancianos sienten frío y las mujeres miedo.
Estas narrativas, arcaicas y absurdas, nos han atrasado más o menos 20-30 años como país, sociedad, ciudades, academia y espiritualidad; nos tienen luchando por los últimos lugares en los indicadores de educación, salud, desarrollo humano y economía, pero, por si eso no fuera poco, han logrado desmantelar la esperanza que se construyó en aquel lejano 1944 y un más reciente 2015. Pero mientras todo se va al carajo, mientras nos tapizan la ciudad con vallas y fotografías, mientras se aprovechan del hambriento y el necesitado para llenar sus mítines, marchas y vídeos, nosotros estamos sumamente cómodos embriagándonos cada viernes, quejándonos de los exámenes, muriendo lento en un trabajo que nos aburre pero que presumimos, agarrando el Smartphone para grabar ese “momento tan increíble que estamos viviendo” en lugar de vivirlo.
El problema ya no es la gente que inició esto, el país se quema (ahora de forma más literal que antes) y esa gente ya se fue, se murió o anda por otros lares disfrutando de los frutos de este caos. Lo jodido está en que no hacemos nada, que tratamos de esquivar lo malo, el miedo y hasta la tristeza como si eso nos fuera a salvar del inminente desastre al que nos encaminamos; estamos muy ocupados en discusiones académicas, misas, servicios religiosos o espacios donde debatir sobre la pobreza, justicia, igualdad y libertad son un verdadero lujo, mientras nuestra gente lucha por sobrevivir.
Y aunque allá afuera, en todo el mundo, en cada espacio de este país, hay quienes luchan para que todo sea mejor (cual necios de la esperanza) de nada va servir si no nos involucramos y estamos dispuestos a meternos al lodo para salir de este desastre. Hay que empezar con algo tan sencillo como cuestionarte, cuestionar tu fe (sistema de creencias) saber dónde estás, reconocer tus privilegios, agradecer tus oportunidades y buscar las respuestas a esas preguntas que no te resultan cómodas y partir desde ahí.