Walkin

Brian Rivera/ Corresponsal/

Llueve; no hay ninguna razón por la cual alguien renegaría el calor de su hogar por estar en la calle a estas horas. Cualquiera que sea la excusa, puede esperar al menos a que aminore la tormenta,  que peor no puede estar. El agua cae a chorros casi horizontales, como si quisiera demostrar que en ningún lado se está seguro de su accidentada bajada. Pero a Edgar no le importa. Por alguna razón, y con un andar que, sin la lluvia, un observador cuidadoso hubiera reconocido como una intermitencia entre triunfo y furtiva emoción, caminaba a lo largo de la calle sin hacer ningún esfuerzo para apartarse del omnipresente camino del agua. Volteando hacia  ambos lados, se fija en un edificio, sigue, se detiene, vuelve sobre sus pasos, y con una mirada de triunfo que absolutamente nadie puede ver, entra en el establecimiento enmarcado por una luz de neón que exhibe un refugio de 24 horas para quien lo buscara, el cual no era el caso de Edgar.

El bar, monocromáticamente iluminado por una luz blanquísima, no tiene el aspecto de haber tenido a nadie cerca cuando la lluvia sorprendió a los peatones: no hay absolutamente nadie, excepto por un personaje de aspecto aburrido detrás de la barra mirando la televisión de plasma montada en una esquina enmohecida. Edgar parece decepcionado, pero esta faceta de su rostro desaparece tan rápidamente como todas sus emociones anteriores, para ser reemplazada de nuevo por la determinación. Ve una taza cualquiera sobre la barra. Aún tiene restos de café, pero Edgar ni se da cuenta. Con novato descaro somata la taza contra el mostrador mientras demanda que le sirvan la primera bebida alcohólica disponible.  El hombre detrás de la barra se pasa la mano por la cara y se voltea. Con rabia desdeñosa (o tal vez solo una expresión neutral) mira a Edgar. Al principio parece que quiere dirigirse hacia él, pero se detiene, y adoptando repentinamente una extraña expresión de servilismo, toma una botella del estante y se la sirve, no sin antes ofrecerle un vaso en lugar de la taza manchada de café, a lo que Edgar se rehúsa.

La vergüenza es algo bastante curioso. Como la muerte, que simplemente es la ausencia de vida, parece ser simplemente también la ausencia de algo: el decoro. Parece estar completamente ausente en los infantes y parece una regla inescapable para los adultos, y como la muerte, cuando sucede, nos sentimos atraídos o repelidos por ella, porque pone en evidencia el poco control que realmente tenemos sobre nuestra existencia. Tal es la torpeza: tanto es el alivio de estar a salvo del caos que se nos escapa lo que creemos que es una risa de burla. Además, la torpeza curiosamente solo existe en los ojos de los demás.

Por eso, cuando Edgar levanta la taza y esta se despedaza en sus manos, derramando el líquido que contenía,  solo podemos especular la razón por la que, echando un vistazo al hombre detrás de la barra, de nuevo enfrascado obtusamente en la televisión, deja un billete, y, apenas sacudiéndose la porcelana del empapado traje, sale a las luces de neón y desaparece de nuevo bajo la lluvia.

Compartir