En la época de antaño (como dirían los libros de historia) la idea de una felicidad amorosa consistía en admirar a la chica o chico de tus sueños, cuyas virtudes existían, sobre todo, en tu propia mente: guapa, dulce, noble, soñador, inteligente, generosa, y todas esas cosas que uno pueda imaginarse. En algún momento de mi vida, probablemente durante la infancia, había decidido que mi primer beso tenía que ser para mi único y verdadero amor, y si era posible, en una noche cálida bajo el brillo de la luna. Sin embargo, no había caído en cuentas que el “amor verdadero” al que estaba aspirando no era nada más que un estereotipo superficial que se había construido en mi mente por ver tanta novela mexicana que me llenó la cabeza de puros cuentos de hadas.
Hasta entonces a mí solo me habían atraído las virtudes de los demás, no sus miserias o debilidades.
Claro está que tampoco me enamoré, si enamorarse implica sentir todas esas simplezas y cursilerías que suelen decir en las canciones que llaman románticas. Pero cuando comencé a salir con personas en plan “amoroso” descubrí que sí, te puedes llegar a enamorar de los defectos de alguien, sobre todo si son más bien inofensivos y que la persona de la que jamás creerás que sentirás una atracción, es quien terminará gustándote por sus rarezas.
Esto lo comprendí después de varios intentos fallidos por encontrar a mi “verdadero amor” y aceptar que esas idealizaciones y sueños perfectos no son lo que realmente estaba buscando en alguien o lo que necesitaba en mi vida. Aceptar que había tomado esas ideas, como la de encontrar a la persona desconocida que acompañaría a este corazón roto por el resto de su vida, olvidando que vivimos en un mundo completamente diverso y que somos diferentes, únicos e irrepetibles.
Así que construí la imagen de mi “verdadero amor” y la destruí completamente, la trituré, la quemé y dejé que sus restos se los llevara el viento.
El día que destruí esa imagen, se fue consigo una parte de mí que había vivido encandilada por la idea de que ese amor sucedería una única vez en mi vida, que sería especial, para una sola persona, perfecto.
Por lo que ahora me dejo llevar por mis sentimientos y el encanto que pueda tener alguien sobre mí. Me estoy dando la oportunidad de conocer a las personas; de deleitarme con sus historias por más locas e incoherentes que sean, de prestar atención hacia a dónde ven o qué metas aspiran concretar, de entender sus puntos de vista –aunque tenga una opinión muy distinta a la mía-, conocer sus talentos y sus defectos, gozar de sus manías, atestiguar sus miedos y recordar juntos sus memorias más recurrentes.
El concepto del verdadero amor ha cambiado en mí porque no estoy dispuesto a buscarlo sino a dejar que este llegue de la misma forma de la que ofrezco yo el mío, estando dispuesto y mostrándome como realmente soy.
El amor en estos tiempos nos sorprende cuando hacemos lo que nuestro corazón desea, cuando estamos tan seguros de lo que sentimos que tomamos el riesgo de perseguirlo. Cuando no pensamos en parecernos o actuar como nos han enseñado nuestros ancestros, las películas, nuestros amigos… porque sabemos que la forma en la que estamos sintiendo el amor inspirará una historia jamás antes contada.
Si me preguntan por mi primer beso, siempre se lo doy a quien siento que es mi amor verdadero para sorprenderle en una noche cálida bajo el brillo de la luna.
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