Daniela Archila/
Vajilla sucia en casa vieja con paredes de ladrillo, ambiente acogedor y olor de hogar, de sueños frustrados y anhelos. Un patio con paredes despintadas y macetas de antaño, una familia apresurada, siempre corriendo a trabajos mal pagados y explosivos por vivir en un país donde se muere trabajando para que te dejen vivir.
Los diecisiete de junio eran el día favorito de Mariana, siempre con regalos a mano hechos en el colegio listos para entregárselos a papá anhelando un beso de amor a su llegada. Todos los años cada diecisiete, un día que abrumaba de amor su corazón. Luz en los ojos, amor en la sonrisa, no había comparación, nadie igualaba a su padre, de quien ella era “su princesa” “la luz de sus ojos”.
El último diecisiete, ella ya tenía dieciséis, era su última manualidad en el colegio. Llegó con las manos llenas a un hogar vacío, un empaque barato y arrugado envolvía un regalo, pero ese día era diferente, se respiraba tristeza. Mariana estaba cansada, cansada de llorar, pues ya era veinte y ella seguía durmiendo con el cuelga corbatas en los brazos.
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