Brújula/
Leonel Alejandro Guillén. Guatemalteco. 19 años. Viste pantalón azul y camisa polo blanca, propia de un uniforme. Estudiante de magisterio del Colegio San Sebastián. Doce años de estudiar en el mismo establecimiento. Director de la banda escolar. Líder estudiantil.
Diego Armando Moisés Pereira. Guatemalteco. 25 años. Viste pantalón beige y camisa roja. Se desconoce de sus estudios. Propietario del revólver marca Ranger, calibre 38 especial.
7ª avenida y 6ª calle, zona 1, Ciudad de Guatemala. 18 de Julio de 2013, un encuentro los espera.
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En una pequeña y rápida búsqueda por redes sociales y medios de comunicación, esta fue la información que se pudo obtener de dos jóvenes que el pasado 18 de julio se encontraron y enfrentaron en el Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala, a causa de un celular.
Los dos tenían las agallas suficientes; uno para asaltar a un grupo de jóvenes entre 18 y 19 años a plena luz del día, y otro para salir corriendo al asaltante intentando recuperar lo que era suyo. Lo que ambos no sabían es que a la muerte las agallas le importan poco, y finalmente con días de diferencia, ambos fallecieron dentro de las instalaciones de un mismo hospital.
La indignación y el dolor se apropian de muchos guatemaltecos citadinos, y no es para menos. Alguien que estudia magisterio posee sin lugar a dudas, la percepción que un mundo mejor es posible, y que nos podemos valer de acompañar la educación de otros para lograrlo; por ello su muerte duele. Por otro lado, alguien que porta un arma revólver calibre 38 es porque está dispuesto a utilizarla; y esto también duele, porque nadie en esta vida debería recurrir a la delincuencia para sobrevivir.
No es el objetivo de este texto realizar comparaciones entre la víctima y el victimario; sin embargo, existe un elemento común en la vida de ambos: los dos, tanto Diego Armando como Leonel Alejandro, eran jóvenes habitantes de la Ciudad de Guatemala. Un joven asaltando a otro joven, un joven persiguiendo a otro, un joven disparando en el cráneo a otro, y finalmente, dos jóvenes que pierden la vida por un encuentro delictivo.
La indiferencia surge tras el caso y los ciudadanos empiezan a organizarse para exigir justicia y cese de la violencia a las autoridades.
Válido, totalmente válido. Sin embargo, como jóvenes guatemaltecos debemos también aprender a realizar análisis serios sobre la realidad en la que vivimos, y entender que si nos indignamos por uno, nos indignamos por todos.
Hoy la mayoría llora por Leonel Alejandro y se alegra por la muerte de Diego Armando. Sin embargo, nadie se detiene a pensar cuál es la historia del “victimario”; quién lo lloró en casa (¿Qué casa?), qué condiciones de vida tuvo durante su niñez, qué necesidades y carencias no le fueron respetadas y cubiertas por parte del Estado de Guatemala y cómo llegó a convertirse en el delincuente a sangre fría que los guatemaltecos del área urbana conocieron hace algunos días. Con esto, no estamos defendiendo las acciones del victimario, sino simplemente comprender que ellos son el resultado de un sistema corrupto e inequitativo.
La violencia en este país, más allá de combatirse de forma reactiva, es importante prevenirla. Y prevenir violencia significa apostar por la educación para todos, por la seguridad alimentaria de los guatemaltecos, por las condiciones seguras al caminar por la calle. Porque no se vale alegrarnos por la muerte de alguien, si ese “alguien” es el resultado mismo de una sociedad que hemos construido y permitido. Una sociedad y un Estado que no se preocupa por el bienestar de todos sus habitantes, que exlcuye siempre al desfavorecido, que encuentra en culparlos a ellos, la excusa perfecta para todos los males de nuestro país.
Prevenir la violencia es finalmente apostar a mejorar la calidad de vida de las personas.
La discusión debería ir más allá de estos dos jóvenes; es detenernos a pensar y entender que si como país no priorizamos el que todos sin excepción alguna, tengamos la oportunidad de acceder a los servicios básicos, los grupos de víctimas y victimarios seguirán en aumento. La violencia en Guatemala no es únicamente aquella con la que nos topamos todos los días en la calle. Un niño muriendo de hambre es violencia. Una niña y una abuela asesinadas en su hogar es violencia. El abuso y trata de personas es violencia. Un estudiante joven asesinado por otro joven también es violencia.
Más que conmovernos, debemos informarnos, actuar y exigir resultados. Porque como jóvenes, todos -sin excepción- merecemos una vida digna y oportunidades para salir adelante. Porque más allá de matarnos entre sí, deberíamos estar conviviendo en espacios comunes, dialogando alrededor de temas que nos competan como grupo etáreo, participando para constuir un mejor país. Sin embargo, mientras estructuralmente las condiciones para encontrarnos como jóvenes de diferentes grupos y estatus socioeconómicos no se den, el escenario termina resultando poco alentador.