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Ana Raquel Aquino/ Agrupación TOGA/ Corresponsales/

Hemos escuchado muchas veces decir que todo depende del cristal con que se mira, y no fue hasta hace mucho que inicié a aplicarla en mis momentos cotidianos. Y es que la realidad en sí misma es una, pero formas de percibirla millones.

Empezaré con una pequeña anécdota que por su frecuencia y normalidad, es de mis favoritas.

Érase una vez, una joven de 20 años que asistía a la Universidad, llegaba puntual a clases, escuchaba al catedrático hablar por hora y media, salía al receso a platicar con sus amigos sin hablar de temas con mucho valor académico. Posterior a los treinta minutos vespertinos de socialización, se enteraría por medios electrónicos que no tendría la segunda clase y que la tarea era leer el compendio de normas internacionales subidas al portal. Y pensaba: ¿Para qué venir a hacer presencia física a una clase si de igual forma tengo que leer por mi cuenta, todo lo que el catedrático tendría que explicar?, ¿Para qué cumplir con un horario de clase o puntaje de asistencia, si ni el catedrático la cumple?, ¿Para qué opinar en clase si nadie pone atención?, ¿Para qué interesarse más de la cuenta si de 80 a 90 puntos no hay diferencia?, ¿Por qué nadie dirá nada si sabía que los inconformes sumaban más de 10?. Ya soy universitaria, pensó.

Así son las cosas aquí; uno lee, es autodidacta y en la clase se resuelven dudas. Esta respuesta le funcionó para calmar a la joven de sus persistentes y alterados pensamientos por más de un año, pero después de un rato, dejó de ser eficaz. Y cada vez que la situación lo ameritaba, se mezclaban los pensamientos con los sentimientos y solo quedaba indignación. Empezó a entender que nadie leería por arte de magia lo que pensaba, sino debía decirlo, comentarlo, alzar la voz hacia lo que a su parecer, no estaba bien.

(Nota: Esta pequeña anécdota no cuenta ni lo mínimo de las situaciones que uno pasa por esos pasillos universitarios con columnas anchas, que logran a veces ser tan amigables y por ratos, lo opuesto).

A modo de ilustración, la historia. A modo de reflexión: la perspectiva.

Cuando le pregunto a un estudiante universitario promedio: ¿Qué le gustaría cambiar de su universidad?, pocos responden concretamente, saben y no saben lo que específicamente cambiarían o cómo lo harían. Pero casi todos sabemos lo que no nos gusta, sabemos lo que provoca un “pues ni modo, no hay clase”, sabemos lo que permitiríamos y hasta dónde. Es ahí donde encuentro la solución.

Si se tiene la capacidad de analizar el entorno, es un gran paso. Si se sabe lo que molesta con frecuencia o se piensa a menudo qué podría hacerse mejor de tal u otra forma, es porque la situación amerita el cambio, es porque mi perspectiva es constructiva no solo para cambiar mi realidad sino la de los demás (y no únicamente hablando en temas ordinarios o de Universidad sino a nivel global). Es porque mi iniciativa realmente podría llegar a afectar de manera sustanciosa mi existencia y quién sabe la de un par más.

Desde que empecé a considerar mi opinión como algo más que una reflexión de domingo, entendí el valor que ella misma encierra. Se trata de examinar la indignación, el disgusto, enojo o aflicción y convertirlo en palabras constructivas, acciones provechosas, resultados trascendentales.

Aprendí en corto tiempo que las cosas no cambian a menos que uno mismo no quiera aceptar que algo anda mal, o que uno mismo acepte la propia adaptabilidad. Si algo no nos parece ¡digámoslo!, si se nos presenta una situación donde debemos actuar, ¡enfrentémosla!, si creemos que tal o cual situación se debe hacer mejor, ¡propongámosla!. Sin participación no hay dirección.

Hay quienes dicen que todo tiempo futuro será mucho mejor. Yo creo en el presente, en la importancia del instante como medida detallada del tiempo. Si esperamos a que alguien más lo cambie, probablemente no lo haga de la misma forma como lo estamos pensando. Si optamos por la famosa opción, indiferencia, mejor encendamos el televisor y sintonicemos una película porque será una espera larga y el cambio tiene grandes posibilidades de no llegar. Es por esto que la indignación y sensibilización es un factor clave en varios sectores para alcanzar el paso de la participación y comunicación. A veces se suele tener la idea de que ciertas acciones son para determinado sector, pero es responsabilidad de todos la situación actual.

Si se quiere llegar a algún lugar mejor, se tendrá que trazar otro camino, pues no podemos seguir haciendo las mismas acciones para llegar a lugares diferentes, es un principio básico.

Nunca hay un tiempo exacto para tomar las riendas, nunca hay un tiempo preciso para decir lo que se piensa, nunca hay un día ni un alguien perfecto para desahogarse. El momento depende de cada uno, las condiciones se forjan al andar.  Las percepciones las moldea el pensamiento, según la motivación, y la motivación depende de uno mismo. Y así que regresamos a lo mismo, el que quiere… puede. El que se queja y no hace… se queda igual. La indignación es lo primero, el hablar viene después. Pero ninguna de las anteriores funciona si no somos coherentes con acciones eficaces que tengan por objetivo atacar la indiferencia y aprovechar el pensamiento innovador para modificar las viejas conductas para así llevarnos a algo mejor.

Yo propongo dejarnos de preocupar por situaciones irrelevantes y ver más allá en nuestra propia cotidianidad. Saber que el aquí y ahora es todo lo que tenemos y todo lo que tendremos. Valorar el tiempo por lo que es, porque se nos va de las manos cada instante. Sonriamos a la gente que no conocemos ya que ahí se demuestra genuina nobleza.

¡Indignémonos de lo injusto! ¡Comuniquemos lo que queremos cambiar! ¡Propongamos alternativas! ¡Seamos pro activos y eficaces desde donde estemos, en cualquier lugar! Después de todo, hemos oído que el cambio empieza en uno mismo.

Y a todo esto, ya pensaste… ¿qué podés hacer en este instante para cambiar tu realidad?

(No hay excusa. Dicen por allí que cuando perdemos las excusas nos encontramos, de frente, con los resultados.)

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