Hace un momento, tuve el gusto de ver “El Ciudadano Ilustre”, película argentina que se estrenó el año pasado de los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn. En ella, el actor Óscar Martínez interpreta a Daniel Mantovani, un huraño escritor, laureado con el Premio Nobel de Literatura. Mantovani recibe una invitación del alcalde de la localidad que dejó cuarenta años atrás, el pueblo de Salas, para recibir la condecoración de ciudadano ilustre. Por un arranque de nostalgia, Mantovani decide regresar al pueblo, en dónde le espera una recepción un tanto forzada.
En general, la película relata la semana de Mantovani en su pueblo natal, un lugar donde las sonrisas disfrazan envidia, donde los guardianes de las buenas costumbres se van de putas y en donde le cuestionan por hacer del pueblo y su hipocresía, sujeto de sus novelas en vez de “escribir cosas buenas”. La buena recepción del pueblo se esfuma cuando, poco a poco, llegan a enterarse del contenido de sus novelas así como la nostalgia de Mantovani se desvanece con cada interacción con las personas que dejó. Llega al punto del hartazgo y estalla en una premiación de un festival de arte local, desnudando las miserias del pueblo y recordando por qué decidió abandonar el lugar.
La película me chocó bastante. Pensé que Salas, cambiando acentos, atuendos y construcciones, bien podría ser cualquier pueblo de Guatemala. Salvando ciertas costumbres, la mentalidad es muy similar. Primero, el afán de reconocer al que ha abandonado el suelo nacional para hacerse de éxitos en el extranjero, pese a que, con toda probabilidad, se fue huyendo de aquí. Luego, el que se le denote al regreso dando vida al refrán de que nadie es profeta en su tierra. El choque entre el cosmopolita y el local; la diferencia abismal entre percepciones del mundo y la fricción entre consciencia individual y la costumbre así como sentido común local, son latentes tanto en Salas, como en Guatemala.
Más allá de eso, lo que impacta es el choque entre la nostalgia y la realidad.
El exiliado deja a su pueblo para hacer su vida fuera, regresa por la añoranza de la tierra, pero encuentra que la fealdad interior, la torcidez, el veneno tóxico tras las sonrisas forzadas, no ha cambiado. Las buenas costumbres ocultan las razones del atraso. Y el que expone esto –Mantovani en la película: periodistas, comunicadores, artistas y demás guatemaltecos exiliados o locales críticos,– son denostados como traidores, como vendepatrias, como que no aman a lo suyo.
Y por supuesto, se ama a lo propio.
Renegar de lo propio conlleva la amargura de no pertenecer a dos mundos: al que se busca imitar o aspirar y al que se deja atrás que debió haber sido de otra forma de cuya realidad se huye pero forma parte de la base sobre la que se construye el ser. Esta disparidad, este ethos del exiliado forma el espinazo de la película. La amargura y la frustración por la tierra en la que se nace, es otra forma de desamor. Pocos lo entienden, y me es una sensación íntegramente familiar.