Francisco Juárez/
Esa tarde del cuatro de octubre de mil novecientos setenta y cuatro, luego de almorzar junto a Maxine, y revisar las galeradas de “El horrible remar hacia Dios” permaneció parada junto a la ventana. El cigarrillo continuaba humeando al lado de la cortina. En la habitación contigua se encontraba el embrollo de papeles y una máquina de escribir desgastada a fuerza de confesiones y palabras sucesivas. Descalza, caminó hacia la habitación y tomó el grueso abrigo que había pertenecido a su madre. Se observó frente al espejo. Pasó los dedos entre el cabello. Intentó una leve sonrisa pero la mueca que había ensayado tantas veces frente a familiares, amigos, admiradores, no funcionó frente a sí misma.
De reojo percibió una sombra que avanzaba hacia el garaje. Sin miedo alguno dio un último trago al vaso de vodka y salió de la habitación portando el abrigo de piel. Su cuerpo traspasó el hilo de humo del cigarrillo que se desgarraba desde la sala. Las luces de la cocina estaban apagadas.
Nada rompía el silencio, excepto el sonido apagado de sus pasos contra el suelo.
Tomó las llaves del carro. En el garaje, casi como una autómata, dispuso todo. Lo venía imaginando hacía meses. Giró la llave del avejentado jaguar rojo y echó pasador a las puertas. Se recostó sobre el asiento de cuero y, mientras se veía por el retrovisor, escuchó las notas de la Ballade No. 1 de Chopin. El humo comenzó a entrar, a impregnarse en el grueso abrigo de una madre que la despreció durante la niñez a causa de su falta de feminidad. Pensó en su padre, quien se levantó en una ocasión de la mesa, aduciendo que se sintió asqueado por los problemas de acné de Anne. Depresión postparto. Hospital psiquiátrico. Divorcio de Kayo. Poesía, poesía, poesía. Poesía para salvar el alma, para indagar en su propia menstruación buscando entre los coágulos las razones de su existencia, para luego imprimir, con las manos ensangrentadas, las palabras sobre una hoja en blanco.
Sintió de nuevo la voluptuosidad que siempre le causó esa pieza de Chopin. Poco a poco se fue quedando dormida. Antes de lanzar el último parpadeo entrevió de nuevo la extraña sombra afuera del carro.
Tenía la figura de una mujer. Estaba descalza.
De esa calaña
He salido, una bruja poseída,
rondando el aire negro, más valiente de noche,
soñando con el mal, he dado mi tirón
sobre las casas simples, de luz a luz:
criatura solitaria, de doce dedos, demente.
Una mujer así no es una mujer, en absoluto.
Yo he sido de esa calaña.
He encontrado las cálidas cuevas en los bosques,
las he llenado de sartenes, tallas, estantes,
armarios, sedas, innumerables bienes;
he preparado la cena para los gusanos y los duendes:
gimoteando, reorganizando a los desalineados.
Una mujer así es malentendida.
Yo he sido de esa calaña.
He viajado en tu carro, conductor,
he saludado con mis brazos desnudos en los pueblos al paso,
aprendiendo las últimas rutas luminosas, sobreviviente
donde tus llamas en calma muerden mi muslo
y mis costillas crujen donde tus ruedas giran.
A una mujer así no le da vergüenza morir.
Yo he sido de esa calaña.
Al manicomio y casi de vuelta (1960)
Remar
¡Una historia, una historia!
(Déjala ir. Déjala venir.)
Fui aplastada como el guardabarros de un Plymouth
hacia este mundo.
Primero vino la cuna
con sus barras glaciales.
Después muñecas
y la devoción de sus bocas de plástico.
Después la escuela,
las estrechas filas de sillas, derechas,
borroneando mi nombre una y otra vez,
y además bajo agua todo el tiempo,
una extraña cuyos codos no trabajaban.
Después la vida
con sus casas crueles
y gente que raramente se acariciaban —
cuando la caricia lo es todo —
Pero yo crecí,
como un cerdo con gabardina,
y después hubo extrañas apariciones,
la lluvia persistente, el sol volviéndose insoportable
y todo eso, sierras a través de mi corazón,
pero crecí, crecí,
y Dios estuvo aquí como una isla a la que nunca había remado,
siempre ignorándole, utilicé mis brazos y piernas,
y crecí, crecí,
llevé rubíes y compré tomates
y ahora estoy, en mitad de mi vida,
con diecinueve en la cabeza, diría yo,
estoy remando, remando,
aunque se atascan los toletes, están mohosos
y el mar guiña y rueda
como un globo ocular irritado,
pero yo remo, yo remo,
aunque el viento me impulsa hacia atrás
y yo sé que esta isla no va a ser perfecta,
tendrá los defectos de la vida,
los absurdos de la mesa de comer,
pero habrá una puerta
y yo la abriré
y me liberaré de la rata en mí,
la rata royendo pestilente.
Dios la tomará con sus dos manos
y la abrazará.
Los africanos dicen:
esta es mi historia, yo la he contado,
sea dulce o no,
iros a otro lugar y dejad saber de vosotros.
Esta historia termina conmigo remando todavía.
El horrible remar hacia Dios (1975)
Confesión. Eso fue la vida de Anne Sexton, nacida el nueve de noviembre de mil novecientos veintiocho en Massachusetts, Estados Unidos. Premio Pulitzer de poesía de mil novecientos sesenta y siete por su libro “Live or die”. Alma atormentada por las convenciones a las que la sociedad norteamericana sometía a las mujeres en la década de los cincuenta. La poesía de Anne Sexton se encuentra inmersa en una época de transición, en la que los movimientos feministas capturaban la atención pública con sus reivindicaciones y su lucha por los derechos de las mujeres. “Poesía confesional” llamarían los críticos a un movimiento poético liderado por Anne, Sylvia Plath, Allen Ginsberg, entre otros. Movimiento que se caracterizaba por retratar detalles íntimos, propios de los escritores. Temas como la sexualidad, la muerte, la búsqueda de sentido, la familia, la enfermedad mental, son recurrentes en sus versos.
Anne, legó un caudal de versos que vienen a configurar un retrato íntimo, del propio cuerpo, del alma, del tiempo que vivió y, en última instancia, de las verdades últimas que nuestra condición humana nos impone.