Imagina que tienes la mala fortuna que te enfermas, te rompes un hueso o tienes un accidente, por lo que inevitablemente tendrás que acercarte a buscar atención a la red de salud, tú decides si vas a lo público o privado, claro está; pero ya estás ahí, esperando a que te atiendan por tu dolencia ¿Te dejarías atender/operar por alguien que lleva 32 horas sin dormir? ¿Dejarías que una persona cansada mental y físicamente atendiera a alguien que amas? Supongo que no, nadie en su sano juicio permitiría que un profesional que no está en sus ‘cabales’ trabaje, menos si se trata de atender vidas humanas. Ahora bien ¿Irías a consulta de un médico que sacó todas sus clases en línea? ¿Te arriesgarías a ser el primer paciente en el que ese médico pone sus manos? Porque, no me dejaran mentir, pero no despierta nada de confianza, supongo, un profesional con más ‘horas nalga’ frente al monitor de una PC, que horas de práctica dentro de los distintos servicios y especialidades del hospital.
Sin embargo, esa es la realidad post-pandemia a la que nuestro sistema de salud ha de enfrentarse, dada la negligencia y poca responsabilidad de las facultades de medicina del país (por no decir de las universidades), para con las nuevas generaciones de médicos y enfermeros.
Si, hablemos de las realidades que ha sacado a la luz la pandemia: una gran brecha digital que limita el acceso a los recursos educativos, hambre y miseria que se hicieron visibles (no fueron creadas, solo vivían fuera del foco por la rutina), desigualdad en las oportunidades laborales, sistemas de salud y transporte colapsados, nula capacidad de respuesta del gobierno central a las necesidades, un sector empresarial débil y poco competitivo, corrupción en todos los niveles del estrato social, miedos infundados y absurdos en los imaginarios colectivos, por no decir un sentido de falsa superioridad o inmunidad total en algunas personas. El SARS-COV2 nos desnudó como sociedad, academia, familia, iglesias y gobiernos, a tal forma que nos deja muy mal parados y en posiciones sumamente incómodas, posiciones que nos van obligando a cambiar y asumir nuevos roles, nuevas tecnologías y estrategias, nuevos constructos sociales o familiares, incluso las narrativas se ven obligadas a cambiar.
Inevitablemente, saldremos distintos de esta, pero por distintos, no necesariamente quiere decir mejores.
Covid, cuarentena y unos cuantos ingredientes más (que ya llevaban años ahí) se han juntado para poner en jaque y en peligro a todos los actores del gremio de la salud (enfermería, médicos, especialistas, técnicos y auxiliares), a tal punto de llevar al colapso y hastío a muchos de ellos, con el pasar de los días y el avance de la pandemia. Pero acá no solo hablo del personal en primera línea, que están conteniendo la pandemia sin recursos como equipo, apoyo o salario digno (algunos al punto de perder la vida por la negligencia de las autoridades), también hablo de los estudiantes en formación de medicina y enfermería, quienes, desde el viernes 13 de marzo, fuimos retirados (en gran mayoría) de la red hospitalaria del país. ¿Qué ha pasado desde entonces? Mucha incertidumbre, expectativas falsas, discursos vacíos, comunicados e información centralizada, un vaivén de responsabilidades, clases en línea y mucha frustración ante la situación que pareciera no tener una solución próxima o real. Si ya podíamos hablar de la formación médica como algo que necesita un enorme proceso de reformas, reestructuración e inculturación, imaginen ahora un proceso deficiente (aunque los más puristas digan que no lo es), confrontándose con las realidades que este absurdo y patético paraíso desigual tiene por todos lados.
Podemos hablar, para dar más contexto, de cómo el tiempo de los estudiantes en la escuela de medicina debería ayudarlos a crecer y convertirse en médicos perspicaces y comprensivos, pero en cambio, la formación médica de alguna manera, está convirtiendo a los estudiantes en personas exhaustas e infelices; que se convierten en internos, residentes y médicos con mayor riesgo de depresión y agotamiento. Alguna vez escuché en un simposio a un médico, quien decía que la educación de los estudiantes de medicina en el país está pensada para satisfacer las necesidades del mercado laboral y no para servir como herramienta de transformación en un sistema de salud deficiente, raído y empobrecido; gastamos demasiadas ‘horas nalga’ en el estudio de fríos conceptos, que si bien son base fundamental de la medicina, no despiertan ninguna pasión o interés en los estudiantes, porque solo están pensando en aprobar el curso. También tenemos el hecho de que varios estudiantes salen de diversificado (con 18 años o menos), para irse a meter a una de las facultades más pesadas y absorbentes de la academia, por eso tenemos un alto índice de repitencia y abandono, a la par de un porcentaje bajo de graduandos respecto al nuevo ingreso.
Ahora bien, sabidas las falencias del sistema de formación, piensen como por la pandemia, todo debe trasladarse a la pantalla y a la frívola interacción de las herramientas digitales; si, clases en línea en un país donde no todos tienen acceso a electricidad, en el país con la peor velocidad de red de Latinoamérica, con una de las brechas digitales más grandes de la región y donde la mayoría de los estudiantes que tienen acceso a la educación superior, migran de sus lugares de origen desde el inicio hasta que completan sus estudios. Cada estudiante es un contexto, que con esta pandemia, varía mucho de uno a otro, porque hay quienes tenemos el privilegio de poder permanecer en casa desde el inicio de las restricciones, como también habrá quienes deben colaborar con la economía del hogar, quienes viven situaciones familiares complicadas o los que dependían de los recursos y facilidades que hallaban en la universidad.
¿Estaremos formando correctamente a nuestros futuros médicos en estos contextos tan variantes, desiguales y teóricos? ¿Qué clase de médicos formamos en este país tan necesitados de ellos? Pareciera que no son preguntas que las facultades de medicina se estén haciendo, nos tienen grabando videos, dándonos clases entre nosotros, respondiendo cuestionarios enormes, leyendo textos eternos y soportando comentarios burdos de muchos catedráticos que piensan que por estar en casa “no estamos haciendo nada”. ¿De verdad les importará a las facultades la formación de sus estudiantes? O los decanos, cual patrones de la finca, solo están para los discursos surrealistas, las charlas moralistas y esa falsa sensación de superioridad que les da al decir que “son la mejor facultad del país”
¿Para qué les tenemos si no velan por la formación, la investigación y la seguridad de sus egresados durante la pandemia?
Si ya tenemos suficiente como país con tanto abogado de universidades de cartón, ingenieros con maestría y sin tesis, más administradores que empresas, profesores de enseñanza media sin vocación, diseñadores sin recursos creativos, comunicadores sin libertad de expresión, psicólogos ahogados en tabús religiosos y biólogos perseguidos por defender los recursos naturales, ahora súmenle los médicos mal pagados y sin otra formación más que las ‘horas nalga’ frente al PC. Como barcos en eterna reparación dentro de los diques secos, que jamás podrán aventurarse al agua para saber de qué están hechos, qué les falta, en qué sobresalen y cuánto más deben mejorar, así están los estudiantes con esta situación y ante las actitudes de sus autoridades.