Gabriela Carrera/Opinión/
“En el Hospital General, las enfermeras de uniforme y cofia blanca parecen palomas. Sólo les faltarían sus patitas rojas, pero son blancas. Blancas sus medias y sus zapatos, saltarinas sus medias acostumbradas a caminar de prisa para acudir al llamado del enfermo”[1], dice Elena Poniatowska de las mujeres que asistieron en hospitales en los días después de un terremoto. Como Ana María, que el mismo año de 1976 que cumpliría 27 años, la edad que tengo yo ahora, la despertó a las 3:01 am el terremoto de 7.5 en la escala de Richter, el que duró alrededor de 40 segundos, el que dejó más de 76 mil heridos y 23 mil muertos.
¿Cómo una enfermera pudo hacer frente a un terremoto?
Como cualquier persona: se paralizó por el miedo, las piernas no le respondieron para esconderse debajo de la cama, corrió seis cuadras del barrio La Palmita en búsqueda de su hermana embarazada, regresó a bañarse y se fue a trabajar. En la parada de bus, vestida de blanco, un hombre le preguntó a dónde iba y ella respondió “al Hospital San Juan de Dios”. Sin embargo, no pudo llegar hasta ahí, debió caminar desde el Paraninfo entre los cientos de heridos que rodeaban el hospital por sus cuatro lados. Se encontró al llegar solo con la parte nueva del Hospital, los edificios más antiguos estaban en escombros.
Como Jefa de la sala de Intensivo Infantil, Ana María debió convertir las 13 salas dedicadas a la infancia en todo el hospital, en una emergencia de niños y niñas. Más de 200 enfermeras trabajaron sin descanso asistiéndolos, enyesando pequeñas piernas y pequeños brazos, preparando cuerpecitos para cirugía, suturando heridas, calmando llantos y apaciguando miedos. “Ay, mija, eran miles”. Se entraba a las 7 de la mañana y no se sabía cuándo se saldría, no había tiempo para comer, para descansar, había que curar. Y de pronto, los uniformes ya no eran blancos.
¿Qué sentías?, le pregunto. Me mira, sonríe y comienza a llorar, se lleva las manos a la cara: “Yo, identificada con mi pueblo. Un pueblo doliente, el dolor de no tener casa, de ver a un hijo sin brazo, con los cráneos abiertos, sin ojos, impactaba. En ese momento el amor fluye, todo se olvida, hay unión, se trabajaba a la par de quién se estaba. Fue un momento para darse, ayudarnos los unos a los otros”. Esa noche del 4 de febrero de hace 38 años, mi mamá me cuenta que regresó tan cansada a su casa que comió y se dio permiso para dormir un minuto sobre la cama, un minuto porque debía ir a dormir a la champa de un lugar abierto en donde estaba su familia por miedo a las réplicas que continuaron por un mes más. “Pero cuando desperté, ya era el día siguiente”.
Esta vez no quise desearle feliz día de la madre a Ana María, quise desearle feliz día de la enfermera.
El 12 de mayo fuimos a la Escuela de Enfermeras de Guatemala. Me mostró los jardines, la biblioteca, la capilla, los cuartos, la cafetería y el lobby en donde la visitaba un joven Jaime, estudiante de la Escuela de Agricultura. Me mostró los rostros de monjas directoras. Se saludó con compañeras y profesoras, y supo luego de 30 años que era la preferida de una de ellas.
Hay momentos en la vida en donde descubrís la inmensidad de la vida de quién siempre ha estado a tu lado. Ana María, hija de un hombre que hizo de doctor en una pequeña aldea como El Jocotillo, sin alcanzar ni siquiera 6to primaria pero leyendo mucho, le enseñó que se podía ayudar a los demás si se tenía el espíritu de servicio. Mi mamá, desde el ejemplo de su vocación, también me ha enseñado lo mismo.
[1]Cita tomada de “Nada, nadie. Voces del temblor” de Elena Poniatowska.