Manuel Canahuí
Corresponsal
Y, bueno, perdí una clase. No cayeron muros, ni sonaron trompetas ni una horda de ángeles enfurecidos rodeó la Universidad; simplemente, perdí una clase por primera vez en mis 17 años de ininterrumpida educación formal. Lo recuerdo perfectamente: estaba sentado en la última reunión del año de mi amada revista electrónica Brújula, junto a otros honorables corresponsales de este medio, dibujando en mi hojita –no porque estuviera aburrido, sino porque no puedo tener las manos en paz- cuando recibí un mensaje de texto en mi Blackberry. Era mi amiga Alicia, que, con una oración, puso fin a la otrora tranquila mentalidad que cargaba ese día: ¨Ya subieron notas al portal.¨ Mi somatizadora cabeza dio tres vueltas en su propio eje y me dejó más mareado que la vez que fui a Playland Park: Era entonces cuando descubriría si mi capacidad de ganar exámenes y clases siempre, siempre sería probada.
Salí corriendo del salón Gonzaga, en donde hasta hacía unos pocos minutos me estaba divirtiendo mucho con los brújulos y tropecé mi camino hasta encontrarme con un kiosko de computadoras. Obviamente, estaba ocupado por una persona que veía videos de lucha libre, otra que veía su Facebook y le daba ¨refrescar¨ a la página cada segundo y otra que, creo, estaba en mi misma situación, ya que solo observaba a la página principal de su portal, incrédula. Corrí al kiosko del Auditorio, en donde nunca hay nadie y pude, por fin, ingresar mi número de carnet y contraseña en el portal académico.
59. Tuve que acercarme y rascar la pantalla un par de veces para asegurarme de que no era un error del sistema o una mala iluminación. Me costaba trabajo creer que esa era mi nota; cincuenta y nueve. Hasta el número da un poco de dolor de cabeza pronunciar.
Regresé a la reunión con un sabor amargo en la boca. Creo que era mi cerebro empezando a encontrar formas de lidiar con el recién descubierto fracaso. Mi corazón latía con un poco de resentimiento, recordándome que me había desvelado mil noches estudiando para esa materia y que, aún así, la había perdido. Y eso me hizo considerar: sí, ESTUDIÉ mil noches para ese examen. No lo perdí porque me haya dejado de importar, ni porque no estudié ni porque soy estúpido y no sé nada de la materia. La perdí porque en el día del examen, no pude contestar las preguntas que el profesor decidió plasmar en un papel bond tamaño carta. Punto. Eso no quiere decir mucho, solo que, para la segunda convocatoria, tengo que encontrar en mi mente lo que él quiere leer en mi hoja de respuestas.
El llamado fracaso o éxito universitario no se mide en las veces que uno tenga que tomar un examen o un curso antes de ganarlos; tampoco se mide en la cantidad de ofertas de trabajo que le hacen después de graduado. De hecho, es probable que no pueda ser medido por el mundo. Hasta donde yo entiendo, la meta de la universidad, aparte de dar herramientas técnicas para sobrevivir de manera decente en el mundo, también busca proporcionarle al individuo la oportunidad de acceder al cúmulo de conocimientos que constituye la cultura UNIVERSal. En base a eso es que el estudiante puede medir lo exitoso que ha sido en sus cuatro o cinco años, al analizar los elementos que son ahora parte de su mente y que no lo eran antes de ingresar a su alma mater.
Por ahora, me toca volver a desvelarme por unos cuatro días más antes de tomar por segunda oportunidad el final de una clase que me va a dar gusto despedir para siempre, pero que me ha enseñado más que todas juntas.