fusilados

María Alejandra Morales/ Opinión/

El 23 de marzo de 1982, en la ciudad de Guatemala, se lleva a cabo un movimiento armado que tiene por objeto desconocer el Gobierno del Presidente Fernando Romeo Lucas García. Este levantamiento es motivado principalmente por el desgaste del sistema político, el abuso de autoridad por parte de los gobernantes y el avance del movimiento guerrillero en el  territorio nacional. El Golpe de Estado de 1982 es liderado por jóvenes militares, oficiales del Ejército de Guatemala que nombran un triunvirato gobernante encabezado por el General Efraín Ríos Montt, acompañado por el General Horacio Maldonado Schaad y Francisco Luis Gordillo Martínez.

Aquel mismo día se oficializa la toma del poder frente a la prensa, en una conferencia ofrecida por el Presidente de la Junta Militar, General Efraín Ríos Montt, en la cual realiza algunas aclaraciones y advertencias importantes. Una de las afirmaciones más impactantes es expuesta en el momento en que se refiere a cualquier movimiento armado que quisiera atacar al sistema, y especifica que estos enemigos del régimen serán fusilados, no asesinados. “El que tenga armas contra la institución de armas tiene que ser fusilado, fusilado y no asesinado, ¿estamos?”.

Es esta distinción, entre fusilamiento y asesinato, la principal idea a utilizarse para desarrollar este artículo.

Para ello es importante reconocer que el homicidio, según lo establece la ley, puede ocurrir de distintas formas; por ello no existe una única forma de sancionar dicho delito. El artículo 123 del Código Penal guatemalteco se refiere al homicidio como el acto de dar muerte a alguna persona; sin embargo, en los siguientes artículos se realizan diversas categorizaciones sobre los distintos tipos de homicidio existentes. El hecho de separar un delito de dar muerte de la figura genérica del homicidio, corresponde a que se le quiere dar un tratamiento de castigo distinto al acto y a los autores. Es por esta razón que más adelante nos encontramos con clasificaciones tales como “homicidio calificado”, dentro de las cuales se contempla el asesinato (Artículo 132, Código Penal de Guatemala). En otras palabras, homicidio es el término general y el asesinato es una  especie de homicidio.

Pero, ¿acaso no es esta una afirmación irónica?, sin afán de señalar particularmente al Código Penal guatemalteco o a sus leyes en general, pues aparentemente este tipo de categorizaciones son universalmente aceptadas. ¿Cómo es posible realizar, desde el punto de vista de la ética y la moral, tipificaciones sobre la forma en que se quita la vida a una persona?. Lo que en un inicio fuera un principio tan básico como “no matar”, hoy se ha convertido en un tema abierto al debate, pues según las clasificaciones que en la ley se exponen, existen algunas formas de matar que son peores que otras o que producen mayor impacto en la sociedad.  En el caso del asesinato, todas las circunstancias que rodearon la muerte se hacen con premeditación, a través de unos medios, mediante los cuales se evidencia una intención muchísimo más grande de acabar con la vida de una persona.

Estas distinciones indudablemente dejan el espacio abierto a que aparezcan líderes, como lo fue en su momento Ríos Montt, que se atreven a afirmar que los asesinatos que realizan se encuentran justificados por algún tipo de ley.

Pues si el fusilamiento se refiere a un acto organizado por una entidad de autoridad, que hace cumplir la condena de muerte a través de un pelotón que dispara; desde el punto de vista moral, es difícil observar en qué sentido este difiere de un asesinato. Lo que este tipo de distinciones resaltan es que existe una manera legítima de matar a alguien,  la cual es a través de una condena. Es decir, quien detenta la fuerza y el poder está legitimado para matar. En este sentido, impera la arbitrariedad del poderoso y no la justicia.

Es una falsedad decir que matar cuando una ley justifica la muerte de una persona es legítimo y que cuando esta no lo dice debe castigarse. Todo esto es debatido a pesar que la Constitución dice que el Estado es garante de la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona. Sin embargo, estas tareas se vuelven ambiguas cuando es la propia autoridad quien se encuentra legitimada para decidir cuándo y a quién se le puede quitar la vida. La vida debería de ser tratada como un valor del cual no puede ni debe privarse a ningún ser humano. No existe ante los ojos de quien lucha por la justicia, el respeto y la paz tal cosa como categorizaciones para matar.

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