conductor agresivo

Tania Estrada/ Corresponsal/

Me sucedió adentro de mi colonia, cuando iba de compras, en una noche cualquiera…  más tarde me volvió a pasar, en el estacionamiento del supermercado.

Iba de salida, y a pesar que me habían advertido que afuera había mucha afluencia de vehículos, yo debía salir a hacer unas compras importantes. La comodidad y tranquilidad de mi cama debían esperar un rato más, y por lo que me habían dicho, sería un largo rato.

 Encendí el carro, abroché mi cinturón de seguridad, encendí las luces y empecé a manejar. “¡Qué estrés!”, pensé, “pero ni modo”.

Cuando empecé a manejar tenía 20 años. Era tan emocionante saber que podía ir y venir sin depender de nadie. Bueno, solamente de aquellos que me indicaban cómo llegar a algún lugar, dónde estacionarme y cómo regresar. No tardé mucho en perder el miedo al congestionamiento vial –pareciera ser el pan de cada día-, a los baches inesperados… en fin, a todo lo que un conductor se atiene cuando maneja. Una vez que se fue el miedo, únicamente quedó la sensación de libertad. Pero ahora ya no es así.

Estaba muy cerca de la salida de mi colonia, preparándome mentalmente para lo que enfrentaría. De repente, un pick-up viejo sin luces que venía a gran velocidad aparece frente a mí y a duras penas logra frenar para no darme. Quiere pasar, pero yo le obstaculizo el camino. Yo me detuve en cuanto lo vi, pero no me moví. Es una calle estrecha (gracias a los vecinos que estacionan en la calle y bloquean el paso) y no podemos pasar al mismo tiempo. Por la forma en que estábamos posicionados, era mucho más fácil (y menos peligroso) que el otro vehículo retrocediera.

No me muevo. Él acelera, casi topando mi vehículo. Empieza a bocinar de manera estruendosa. Decido que lo más seguro es  que yo retroceda y lo deje pasar. “Siempre cedé el paso, aunque no lo pidan de la manera correcta” son las palabras de mi mamá que se hacen presentes en ese momento. La indignación se apodera de mí pero el miedo puede más. Retrocedo y lo dejo pasar pero… olvidé un detalle: llevo la ventana abajo. Me ve, una mujer joven sola, pasa lentamente. Yo sigo mi camino, es una cuesta y voy despacio. Él se baja del vehículo y empieza a gritar una serie de insultos que no vale la pena repetir.

Otra vez el miedo. ¿Y si lleva un arma? Unos cuantos disparos servirán para que yo pierda el control.

Acelero y me alejo. ¿Y si da la vuelta y me sigue? No es necesario, pienso, tengo una calcomanía en la parte trasera de mi vehículo que lo hace fácilmente identificable dentro de mi colonia en caso quisiera tomar venganza. “¡¿Cuántas veces te he dicho que quités eso?!” resuenan en mi cabeza las palabras de mi amigo. Subo la ventana rápidamente.

En efecto, hay gran afluencia vehicular y tardo treinta minutos en llegar a un lugar que está a cinco minutos de mi casa. Ingreso al estacionamiento del supermercado, cansada veo una larga fila que impide mi paso a un espacio vacío. Otro pick-up, este era muy moderno y grande. Estaba polarizado y llevaba las ventanas arriba, pero por la forma en que un farol lo ilumina puedo ver que es un hombre quien lo conduce. Bajo el vidrio y hago señas para que por favor me deje pasar en cuanto tenga un espacio. Le indico que yo no voy a la salida (como él) sino solo voy a seguir de largo. Puedo ver al hombre viéndome.

Se abre un espacio, “unos momentos más y logro pasar”, pienso. El pick-up deja el espacio para que yo pase. Espero y cuando el espacio se libera para que yo pase, empiezo a manejar. Él acelera abruptamente y me tapa el paso.

Siento cómo la cólera inunda mi cuerpo, pero decido no hacer nada. Me arriesgo mucho a que algo pueda pasar y voy sola.

La fila que hace el pick-up sigue avanzando, pero él no. Él se queda parado frente a mí y me mira. No deja de verme. El miedo. “¿Y ahora qué hago? Gracias a Dios estoy ya en el supermercado y no en la calle”, pienso. Subo mi ventana y espero a que el pick-up se mueva. Los vehículos de la fila bocinan como demandándole al pick-up que avance. Está deteniendo toda una fila, pero a él no parece importarle.

Yo también estoy abatida por el tiempo de estar manejando en condiciones estresantes y los conductores detrás de él seguramente comparten el sentimiento.

¿Por qué cree él que puede comportarse así? ¿En qué momento dejó de ser un acto de libertad el manejar por las calles, dentro de una colonia o incluso en un estacionamiento de supermercado? En la guerra vehicular que se vive día a día en las calles, mi única arma como conductora es la oscuridad, el misterio de mis vidrios polarizados.  Pero, ¿para qué? ¿Para que no vean que soy mujer? ¿O que voy sola? ¿O que soy joven? No lo sé, tal vez las tres. Pero estoy segura que a muchos hombres jóvenes también les sucede. Y a las ancianas y ancianos. A cualquiera que parece no poder valerse por sí mismo, incluso a hombres maduros.

Por eso ahora ya nunca manejo sola. Nunca. Aunque no me guste ni su presencia ni cómo me habla cuando va conmigo siempre llevo a mi compañero: el miedo.

 

Fotografía: www.cocteleradelsabadort-mency.blogspot.com

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