Erik Moscoso/ Opinión/
“Un día como cualquier otro”, eso es lo que pienso al despertar. Nada emocionante ha pasado en mi vida en las últimas semanas, y tampoco quiero. Llevo una vida bastante ocupada y así estoy bien, por el momento no quiero nada más. No me quejo. Siempre me mantengo ocupado y lo que mi ex le llamó mi estilo de vida neoyorquina fue la manzana de la discordia en nuestra relación. Siempre ocupado, con algo que hacer, con proyectos que llevar a cabo, una vida apresurada, bueno por algo es mi ex. Tengo lo que mis amigos han llegado a conocer como “agenda llena” y una amiga un día me lo describió así “Ni tiempo de decir amen tenes”. Hoy no es la excepción, luego de una serie de conferencias los últimos días hoy tengo otra. Un diferente tema, diferente lugar, otra gente, pero un tema que me apasiona. Por eso no me pesa ir, porque es un tema que me apasiona y aparte me han invitado miembros de un organismo internacional con presencia a nivel mundial, no vale la pena decir cual y quizás ya sepan a cual me refiero.
Atravieso toda la ciudad hasta llegar a un hotel de la Zona Viva, aunque ahora parece más muerta que viva. Sus días de gloria se han ido. Me dispongo a buscar el salón donde se llevará a cabo el evento. No veo a nadie de los que conozco. “De plano el jetlag aún está haciendo estragos”, me digo a mi mismo. No le doy mucha importancia, pues la conferencia fue organizada en conjunto con un ministerio del país. Veo a una representante de éste, lo sé por el gafete que deja ver sobre su saco azul marino. “Fijo ella me puede ayudar” y camino hacia donde se encuentra (que iluso fui). Ella parece no notar mi presencia, pues presta más atención a su maquillaje; “Una mujer vanidosa” digo – de esas que te topas en el trabajo maquillándose detrás de su escritorio o antes de bajar del auto. Pasan los segundos y sigue sin preguntarme si necesito algo, con toda la pena del mundo (la verdad es que no) decido interrumpirla. Algo enojada me indica que puedo sentarme donde quiera, que aún no ha venido la gente.
Es entonces que veo a “la gente” que conozco acercándose y le comentó a ella que ellos me han invitado. Los saludo al entrar. Ella se queda anonadada ante el hecho de que los saludo como si los conociese de toda una vida, aparte que de paso nos saludamos en otro idioma no es el inglés ni el francés. Quizás este hecho cambio todo. Tuvo un tipo de efecto sobre ella al punto que le indica a uno de “sus asistentes” me acompañé hasta el frente a acomodarme y atender todas mis necesidades. “No es necesario” pienso “yo solito puedo”. Llegó a la silla que decido ocupar y pienso por qué cambio tanto esto.
Llego a la conclusión de que la vieja frase de “Como te veo te trato”, aplica.
No he venido de saco y corbata, odio el saco y la corbata. No me he rasurado, mi barba sólo ha sido recortada y ya es bastante espesa. He llegado con mi bolsón en la espalda, el mismo que he usado desde mis tiempos en el colegio aunque ya está algo desteñido, parezco un total desubicado aquí, aparte de que estoy muy por debajo de la media de edad de los asistentes al evento. He sido discriminado, de algún modo, pues no soy sociólogo experto en el tema. Quien podría decirlo, un chico “canche de ojos claros”, lo que algunas desearían como razgos para sus hijos.
La discriminación, según algunos sociólogos, es parte de la naturaleza humana. Siempre tenemos que decidir, discriminar entre uno u otro.
Aunque cuando esto viene en detrimiento de la dignidad humana, en vez de avanzar hacia una sociedad más incluyente damos un retroceso. Las diferencias nos hacen únicos y especiales. Aprender a aceptar a los demás tal y como son es la tarea que muchas veces se nos hace difícil por los prejuicios que tenemos. Prejuicios que ningún bien nos hacen. No soy quien para decir que hay que ser humildes y aceptar a los demás (no soy cura, ni padre, ni madre), pero sí puedo decir que ésto nos llevara a ser más tolerantes y también hacia una mejor sociedad.