Abrazo

Gabriela Sosa/ Opinión/

En tiempos tan inciertamente políticos como estos, cuando los acontecimientos de nuestro país, sea cual sea la opinión personal, son inauditos, parecieran todos los demás problemas insignificantes en comparación.

Pero si algo he aprendido es que ningún problema es insignificante. No para la persona que lo está viviendo. ¿Por qué surge esta idea? Porque aunque estamos en medio de un sismo político, la vida diaria sigue y nadie tiene derecho a decirle a alguien más que sus problemas son insignificantes. ¿Se han dado cuenta la cantidad de veces que no decimos las cosas por miedo a que se burlen de nosotros? ¿De la cantidad de veces que hemos tenido un mal día, y no lo mencionamos porque creemos que a nadie le importa? Nosotros mismos hacemos de menos nuestros problemas.

Nosotros mismos no les damos, no nos damos, la importancia que merecemos.

¿Y cómo esperamos entonces que los demás lo hagan? Sería ideal que alguien te detuviera, tomara por los hombros y dijera: ¿qué te sucede? ¿qué necesitas? ¿qué puedo hacer por ti? Mas seguido la gente no lo hará. Estamos atrapados en un círculo de mala comunicación, donde todos esperamos que los demás nos pregunten o asuman que algo está mal, sin embargo nosotros mismos no lo decimos ni preguntamos a alguien más si necesita ayuda en algo. Nadie, hasta donde se ha probado, tiene la capacidad de leer la mente como para adivinar que algo no marcha bien. Vivimos tan aislados en nuestra pequeña burbuja, que no nos preguntamos qué podemos hacer por alguien más y nos frustra que nadie ofrezca hacer algo por nosotros. No se trata de ser o no egoísta, de dejar o no de lado nuestros problemas; sino de juntos apoyarse mutuamente, encontrar soluciones, seguir adelante.

Así, que preguntémonos: ¿cuándo fue la última vez que le preguntamos a alguien cómo estaba y esperamos de hecho una respuesta honesta, en lugar del típico “bien, gracias” o “ahí, gracias”? Estamos tan acostumbrados a usar esta expresión como saludo y a dar una respuesta rápida, sin pensar realmente en su significado, sin analizar de verdad si queremos dar o recibir una respuesta honesta. ¿Cuándo fue la última vez que respondimos con la verdad a ese saludo? ¿Cuándo fue la última vez que preguntamos esperando saber detalles?

¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación con alguien sin revisar nuestro teléfono cada tres minutos?

Nos encontramos en una época donde nos es más fácil poner una carita triste de estado en Facebook o publicar en Twitter que tuvimos un mal día, pero al momento de estar frente a otra persona, no podemos decirle a la cara qué nos ocurre. La tecnología, aunque sumamente útil, tiende a aislarnos. Valdría la pena tratar de tener una conversación honesta con alguien por cinco minutos. Podríamos sorprendernos con la forma tan abierta de reaccionar y tendernos una mano.

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