RicardoAndrade

Gabriel Reyes Silva/ Opinión/

La Revolución de octubre es el romance eterno del fracaso, el eterno epitafio de la primavera política y del gigante muerto, latigueado y oprimido; nuestra democracia nebulosa. Ese octubre asomó el alba. Su recuerdo aún se sumerge en una noche sin sueño, en un letargo parecido al infierno que no descansa, que es como la muerte; un eterno acosador de esquina, que espera con su capucha de lona y  un cuchillo en el bolsillo el desgarrador espectro de la sorpresa.

Ricardo es un hijo de octubre, sin saberlo claro. Su personaje es una amalgama de casualidades, en virtud de su insignificancia, es el esplendor de una pequeña revolución musical, que como aquella gran revolución que nació un 20 de octubre de 1944, murió el mismo día 58 años después.

Hijo de Ayutla, un pequeño municipio en el occidente del país, nació como parte de una camada de gatos, donde la mitad mueren y la mitad se pierden.  Ricardo emergió, dicen que de niño lavaba carros para ganarse el pan y su infancia estuvo cercana a la pobreza, la magia del arte le circulaba por las venas. Como amparado por el Señor de las tres caídas, Ricardo es hoy un ídolo, un mártir de la realidad, un poeta cuyo legado es una sólida base de fantásticas canciones, nada más.

Los 90´s en Guatemala eran un cultivo de violencia política, el aparato represor del Estado operaba en todos los sectores de la sociedad y la juventud era un volcán esperando la erupción.

El Rock como subcultura se reproducía en las esquinas, de la mano de Giovanni Pinzón, Omar Méndez y el legado de Alux Nahual; como fuerza colectiva, aunque pasiva, permitía a la juventud un escape, un grito de auxilio, ante la impotencia que apachurraba el caos y el descontento. Ricardo componía canciones de amor en una vieja guitarra y se apoderaba de los acordes de Stress/Estrés, una banda de pop formada cuasi artificialmente. De entre su plasticidad, Estrés permitió a Ricardo trascender del pop melódico de tres acordes, a componer himnos de alcances masivos, El Cadejo, y su contenido místico como disco y como canción, sería un probadita del infinito alcance de su lírica.

Ricardo surgió de la nada, como si la generación espontánea hubiera escupido su más genial invento de las entrañas de la miseria. ¿De dónde salieron esas letras?, ¿Cómo un personaje con tan poca educación académica podía componer letras tan complejas y enmarañadas?, ¿De dónde le había salido el artista infinito a aquel niño que alguna vez lavaba carros para vivir?

Al desarmarse Estrés y hacerse exponencial la necesidad de Ricardo de producir música, su proyecto como solista conformó una banda que construiría parte de la banda sonora de mi vida y de muchos otros peludos enamorados, que tenían miedo de expresar su amor, su representación cultural de machos y la represión violenta  ha hecho del rockero en Guatemala una criatura desordenada, sucia y explosiva, descompuesta y susceptible a la masificación del borrego, el rockero es temeroso y borracho. O al menos lo era, hasta que de las cuerdas de Ricardo, en un susceptible acorde de Mi mayor, la masacre sentimental de “Elemento”, la sutileza de lo común de “En Medio de ésta fe”, el brutal piano en la tristeza soberbia de “El Blues” y el himno histórico de la migración “El Norte”, de donde se desprende la frase célebre e icónica del poeta y su visión en referencia de cómo serían las historias de nuestros compatriotas y su miseria diaria “si aquí se pudiera vivir…”. Sobredosis es un disco futurista, popero y genial, no hay bandera para la nación que Ricardo emprendió, digamos que el hormiguero se alborotó, en versión minimalista de Queen, representado en un héroe esta vez con pelo largo y alborotado, un perfil maya estridente y vestido en ropa colorida de “paca”.

Ricardo se masificó, pocos recuerdas los conciertos donde asistían miles, cifras que para el escenario guatemalteco podrían ser en proporción a llenar el Shea Stadium o Woodstock, Ricardo y ahora Ricardo Andrade y los Últimos Adictos, Bohemia Suburbana, Viernes Verde, La Tona y Extinción, fueron los motores de un movimiento social, artístico, revolucionario y vocero de expresión radical, casi de denuncia e inmortal.

Aún recuerdo con dulzura el suave tono de su voz en la trastornada, enamorada, pálida y sofocante “Tan vacío”, himno de mis amores y desamores, todavía la odio cuando hay heridas.

La subversión y oscuridad absoluta de su segundo disco con Los Adictos, Introspectiva, alcanzaría a llenar las exigencias de los que le pedíamos más, de los que le pedíamos tocar los bordes de la muerte, la trascendencia y la penitencia de la música como catarsis infinita, aunque menospreciado por la audiencia crítica y sumisa, aquellos amantes de su música sin complejos lo recordamos como una obra maestra, como dijese su amigo Luis Morán (QEPD), citado del libro publicado por Sergio Fernández: “ Fue un disco que por ser tan bueno, no pegó”.  Lo invito a hurgar los resquicios de la música de Ricardo, ahogarse en su timbre fantástico y sin nostalgia entender su visión minimalista y comprobar cómo puede agigantarse la nada.

En mi país las cosas se mitifican, se martirizan y se recuerdan, el presente es un ingrato, como fue la vida con Ricardo.  Las balas, como ejercicio prudente de nuestra cultura asesina y erudita de la sangre, se llevaron al pequeño gigante, lo que pudo haber sido hoy no es importante, la vida es como dijese Tito Monterroso, un movimiento perpetuo y es para Ricardo, un disco que no dejara de girar, las balas se siguen vendiendo como salchichas y sus discos morirán empolvados en la repisa de algún peludo y shuco, rockero chapin, como su servidor, al que le entra la nostalgia cada 20 de octubre, por el recuerdo vivo de Arévalo y de Arbenz, de la primavera, que como la de Vivaldi hoy se guarda bajo el polvo de algún fonógrafo veterano, pero sobretodo el recuerdo de aquel niño lava carros, que compuso las canciones con las que rogué a mi novia para que volviera conmigo luego de meter la pata, y vea usted, ella volvió conmigo, Ricardo hoy alimenta la fauna y aquí todavía no se puede vivir…

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