[quote]”Mandar y obedecer es un hecho social universal”. [/quote]

Por muy incómoda que llegase a resultar la afirmación, el hecho de formar parte de un grupo social, cualquiera que sea, implica necesariamente la sumisión al poder de alguien más.

Desde Aristóteles – quien afirmaba que el hombre es un ‘animal político’ por naturaleza – pasando por Hobbes – para quien el poder era una necesidad social -, hasta llegar a politólogos contemporáneos como Enrique Neira Fernández; todos han coincidido en que ningún grupo humano es concebible sin que exista el elemento del poder. Incluso al día de hoy en las aulas universitarias, el consenso generalizado apunta inequívocamente a que el poder como uno de los elementos fundamentales del Estado, es una constante social dondequiera que los hombres quieran vivir juntos y de manera organizada.

Así pues, el poder político ha experimentado una permanente evolución a través de la historia: inicialmente, la legitimación del poder político se basaba en el mero uso de la fuerza. Tiempo después, el poder político fue adquiriendo cierto tinte ‘divino’ al considerarse que quienes ostentaban cargos públicos eran seres superiores al resto y cuya autoridad había sido conferida por los dioses. Posteriormente, esta ‘divinización’ de quienes ejercían el poder constituyó el punto de partida para la instauración de monarquías absolutistas en donde el poder político se concentraba en su totalidad en un ‘príncipe’ – al mejor estilo de Nicolás Maquiavelo – quien se encontraba revestido de autoridad absoluta e incuestionable.

Con el paso del tiempo y las conquistas sociales, fundamentalmente las conquistas de la Revolución Francesa, las teorías de la separación de poderes y del ‘Check and Ballance’ empezaron a abrirse camino en el pensamiento político de la época. Pensamiento que, eventualmente, serviría de fermento para las Constituciones de las Repúblicas modernas y que inspirarían sustancialmente la concepción actual de lo que debe ser un verdadero Estado Constitucional de Derecho.

Una vez establecido lo anterior en relación al poder político y bajo el entendido que uno de los pilares fundamentales del sistema republicano es la ‘división de poderes’ o ‘división en el ejercicio del poder’,  – pues es criterio de algunos doctrinarios que el ‘poder soberano’ es único y no puede dividirse, como tal, únicamente el ejercicio del mismo -, deviene pertinente analizar la situación de Guatemala a la luz de los turbulentos últimos años de la vida política del país.

Utópicamente hablando en una división real de poderes, los tres organismos del Estado deberían conservar una autonomía plena y de ninguna manera podrían estar subordinados entre ellos. No obstante en Guatemala, a lo largo de nuestra historia política ha existido una evidente violación a la prohibición constitucional de subordinación entre organismos del Estado – consagrada en el artículo 140 de nuestra Constitución Política – en el entendido que existe subordinación cuando un órgano del Estado somete ilegalmente su autoridad y poder, a la autoridad y poder de otro órgano.

Lo cual queda en manifiesto, por ejemplo, cuando el Organismo Legislativo decreta leyes que el Organismo Ejecutivo le ordenó decretar o cuando el Organismo Judicial dicta veredictos judiciales que el Organismo Ejecutivo o el Organismo Legislativo le han ordenado dictar. Esto sin contar – aunque no es el tema del presente artículo – el mangoneo político que ejercen las élites económicas sobre los gobernantes de turno y que tienen cooptado al Estado desde su raíz.

Dentro de este panorama de ilegalidad antirepublicana, destaca una figura preponderante y pieza clave dentro del juego político: el Presidente.

El Presidencialismo, es concebido como aquel sistema de organización política donde el Presidente de la República es el Jefe del Poder Ejecutivo y, como tal, el Jefe de Gobierno y el encargado de ostentar la representación formal del Estado. Si bien el Presidencialismo es una forma de gobierno legítima, válida y reconocida por la mayoría de las democracias en el mundo, lamentablemente en América Latina el sistema presidencialista se ha desvirtuado y ha dejado más sinsabores que beneficios para nuestros países.

Dentro de una democracia sana, desde mi punto de vista, resulta contraproducente que el presidente se convierta en el centro del poder político al punto que de él dependan las políticas económicas y financieras de un país, así como las relaciones que mantiene el Estado con el resto de la comunidad internacional. Interesante sería preguntarse, ¿Por qué la misma Constitución consagra en su artículo 182 que el Presidente de la República representa la unidad nacional? ¿Cuál era el espíritu del legislador? ¿Por qué no representa la unidad nacional el pleno de magistrados de la Corte Suprema de Justicia o los diputados del Congreso de la República?

Es evidente que el caudillismo presidencial ha estado presente no solamente en Guatemala, pues para nadie es un secreto que a lo largo de la historia de América Latina han figurado una serie de personajes, todos presidentes, que han logrado – para infortunio de sus pueblos – concentrar el poder en ellos mismos y consecuentemente, han convertido a los poderes legislativo y judicial en simples lacayos presidenciales que benefician los intereses de él, su familia y su consejo de ministros, atentando así en contra del espíritu mismo del sistema republicano.

A manera de ilustración, y por poner sólo un ejemplo, Venezuela con la dupla Chávez/Maduro es prueba fehaciente del abuso de poder por parte del Jefe del Ejecutivo y, sin entrar a tópicos ideológicos, es innegable que ni la Asamblea Nacional de Venezuela con Diosdado Cabello a la cabeza ni los tribunales de justicia venezolanos, podían actuar de forma imparcial e independiente, ¿El resultado? Presos políticos, inflación y desabastecimiento.

Aterrizando un poco en nuestra realidad, y como tesis fundamental de este artículo, Guatemala se ha visto históricamente envuelta en una corriente ‘hiperpresidencialista’. Es decir, el poder ejecutivo ha opacado y coartado el accionar del poder legislativo y judicial hasta el extremo que tanto el Congreso de la República como los tribunales de justicia de nuestro país, se han caracterizado por ser instituciones débiles, carentes de credibilidad, con poco respaldo popular y que han sido relegadas a un segundo plano.

Personalmente me resulta incongruente que cada cuatro años elegimos en las urnas a un binomio presidencial, en quienes la población deposita sus esperanzas de un país mejor, como si el destino del país dependiera de un solo hombre o una sola mujer.

Alguna vez escuché por ahí: “Guatemala no se arregla, ni aunque Ghandi quedara de presidente”. 

Tal vez la frase, aunque absurda no esté tan alejada de la realidad. Es por ello que, como ciudadanos responsables, ha llegado el momento de salir del sueño utópico en el que hemos vivido durante décadas, creyendo que necesitamos a otro Juan José Arévalo o a otro Jacobo Árbenz. Es decir, Guatemala no va a salir adelante por la elección de X o Y presidente, sino cuando los tres organismos del Estado se ajusten al imperio de la ley y empiecen a trabajar por el país, sin corrupción, sin tráfico de influencias y sin inmiscuirse en las funciones del otro.

Ahora bien:

En los últimos años, pareciera que el presidencialismo histórico que ha prevalecido en nuestro país, ha empezado una lenta pero segura agonía. Prueba de lo que digo es que Mario Taracena, Presidente de la Junta Directiva del Congreso durante la pasada legislatura, tuvo un protagonismo – exagerado tal vez – pero que al final de cuentas permitió que el Congreso volviera a estar en el foco de atención de la población. Por otra parte, es de resaltar la notoriedad que adquirió el Juez Gálvez y el apoyo masivo que la población le brindó luego de haber ligado a proceso penal a Otto Pérez y Roxana Baldetti por su participación en actos de corrupción.

Es pertinente reflexionar por un momento y preguntarse: ¿Cuándo se había visto en Guatemala que los jueces ligaran a proceso penal a ex ministros de Estado, a ex vicepresidentes, a ex presidentes, a ex diputados y, en general, a cualquier alto funcionario de Estado que se viera involucrado en actos de corrupción? ¿Cuándo se había visto en nuestro país que se le levantara el antejuicio a alcaldes, diputados e incluso jueces? ¿Cuándo se había visto en nuestro país que una jueza denunciara públicamente a un diputado por tráfico de influencias o que un juez denunciara públicamente a otro juez por haberlo intentado persuadir de beneficiar a un familiar implicado en un proceso penal? ¡Totalmente inédito! Esto por citar algunos ejemplos nada más.

Presidentes presos. Familiares de Presidentes presos. Diputados presos. Ministros presos. Alcaldes presos. Y la lista podría continuar…

Es alentador el hecho que, poco a poco, el sistema judicial se fortalece cada vez más y el combate frente a la corrupción es más fuerte día con día, terminando con esa cultura de ilegalidad que ha envenenado por dentro al Estado de Guatemala desde tiempos inmemorables.

Me viene a la mente el ejemplo de Estados Unidos: su posición de potencia mundial reside en su sistema judicial y no en los presidentes que ha tenido o en las leyes aprobadas por el Senado. ¡Ese es el secreto! Sin importar que el ególatra multimillonario de Donald Trump esté en la Presidencia, Estados Unidos seguirá siendo potencia en la medida que su sistema judicial siga siendo igual de impecable y efectivo como lo ha sido siempre, independientemente si seamos pro gringos o no.

La sujeción al imperio que la ley reviste la característica principal de un Estado Constitucional de Derecho, en el que la independencia de poderes juega también un rol fundamental.

Si bien la figura poco formal y cómica de nuestro actual presidente ha contribuido en gran manera al desencanto de la población hacia el cargo de Presidente de la República, también es cierto que el presidencialismo agoniza y no precisamente por culpa de Jimmy Morales. Uno tras otro, los Presidentes de turno nos han fallado y puede que la culpa sea fundamentalmente nuestra, por depositar nuestra confianza en una persona y no en las instituciones.

El Presidencialismo debe morir, al menos en la forma que está configurado actualmente. Y con la muerte del Presidencialismo, debe levantarse la República, la separación de poderes y la independencia de los organismos del Estado.

Muerto el rey, ¡que viva el rey!

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