La maldad, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, es la ausencia de bondad en un ente.

Desde el punto de visto ético, es una condición negativa atribuida al ser humano que indica la ausencia de principios morales, bondad, caridad o afecto natural por el entorno y los entes que figuran en él.

Hace unos días tuve la oportunidad de conocer un concepto denominado “la banalidad del mal”, desarrollado por la filósofa y teórica política alemana, Hannah Arendt, cuya profundización y estudio me parece importante, de manera especial, en el contexto de los procesos judiciales que se ventilan en los tribunales de justicia guatemaltecos en contra de funcionarios públicos acusados de corrupción, desfalcos millonarios y defraudación del Estado.

Explico porqué.

  • EICHMANN, GENOCIDA

En mayo de 1960, el Mossad – agencia de inteligencia del Estado israelí – secuestraba en Buenos Aires, Argentina, a uno de los altos mandos de la Alemania Nazi:  Adolf Eichmann, responsable de organizar la logística de transporte y coordinación de la deportación de los judíos durante el Holocausto.

Eichmann había logrado escapar de la custodia del Ejército estadounidense al final de la Segunda Guerra Mundial, escondiéndose en distintas partes de Alemania durante varios años y posteriormente, en 1950, se había refugiado en Argentina, ocultando su verdadera identidad.

Luego de su captura clandestina y traslado a Israel, Eichmann fue sometido a juicio y declarado culpable por la comisión de crímenes de guerra, genocidio y delitos contra los deberes de humanidad. En su defensa, el oficial nazi alegó que su participación en el Holocausto se había limitado a obedecer órdenes de sus superiores. Fue ejecutado en la horca el 31 de mayo de 1962.

  • TRASCENDENCIA DEL JUICIO CONTRA EICHMANN

El juicio de Eichmann tuvo gran cobertura mediática.

Hannah Arendt asistió al juicio en Jerusalén como reportera de la revista The New Yorker, para quien escribió una serie de artículos que acabarían convirtiéndose en su célebre libro “Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal”.

En su obra, Arendt relata que esperaba toparse con un hombre despiadado y calculador. Eichmann había sido retratado como un monstruo, uno de los mayores asesinos de Europa.

No obstante, después de presenciar el juicio y tener a Eichmann frente a frente, Arendt postula la tesis que Eichmann no era ningún genio del mal y, a partir de allí, desarrolla su concepto de la banalidad del mal.

“A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo”.

Por el contrario, Arendt vio en Eichmann a un hombre, no muy inteligente, casi mediocre, que no era un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de personas.

“Únicamente la pura y simple irreflexión (…) fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo (…) no era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”

Arendt hace mucho énfasis en que no defiende la inocencia del acusado. Sin embargo, cree que el planteamiento por el cual Eichmann fue presentado por la Fiscalía como un supervillano no obedecía a la realidad. Según ella, Eichmann era culpable y merecía la condena a muerte, por haber integrado un sistema burocrático y jerárquico como el nazi que favoreció la “falta de reflexión de los individuos que en ellos se insertaban”, quienes se veían arrastrados por la propia maquinaria criminal de la que formaban parte y quienes, desde un escritorio, se limitaban a cumplir ordenes de sus superiores.

  • SOBRE LA CORRUPCIÓN Y LA BANALIDAD DEL MAL

En algún punto de la vida, todos podríamos llegar a convertirnos en un Adolf Eichmann, puesto que los seres humanos tenemos la capacidad de cuestionar la bondad o maldad de nuestros actos, pero no siempre lo hacemos.

En el caso de Eichmann, él pudo ser capaz de detenerse un momento a pensar sobre lo que hacía, pero no lo hizo.

A veces podemos ser, parafraseando a Arendt, víctimas de nuestra propia modestia al preguntarnos “¿quién soy yo para juzgar? ¿quién soy yo para tener mi propia opinión respecto a aquel asunto? Yo solo cumplo ordenes”.

En los últimos años, los escándalos de corrupción han salido a la luz, evidenciando la cooptación del Estado de parte de estructuras criminales que han institucionalizado la corrupción y las prácticas deshonestas en la administración pública.

Estimo que la “banalidad del mal” de Arendt es aplicable también a estos funcionarios públicos que enfrentan procesos judiciales por corrupción.

Con toda seguridad, estos funcionarios no son “malas personas”. Por el contrario, según la tesis de Arendt, son personas normales, con familia, con hijos, con valores y principios, pero que han sido arrastrados por un sistema corrompido desde sus entrañas y que, al igual que Eichmann, eran nada más que burócratas que, desde un escritorio, se limitaban a seguir órdenes de sus superiores porque “así funciona el sistema”.

Esto sin detenerse a pensar por un momento sobre las consecuencias de sus actos y que el desvío/apropiación indebida de fondos públicos tiene, como consecuencia lógica, impacto sobre millones y millones de personas víctimas de violencia, de desnutrición, de falta de oportunidades de trabajo, de falta de acceso a la educación, entre otros tantos males que aquejan a nuestra sociedad.

Lo anterior no exculpa a los funcionarios. Simplemente, valdría la pena detenerse a analizar al ser humano detrás del corrupto. Al engranaje, que forma parte de todo un sistema corrompido.

Es ahí, precisamente, donde está nuestra tarea: el nadar contra corriente, denunciar lo que está mal, señalar las injusticias, poner el dedo en la llaga, no acatar ordenes manifiestamente ilegales, no dejarnos arrastrar por el sistema.

Al final, como diría Platón, es mejor sufrir una injusticia que cometerla.

 

 

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