Luis Pedro Véliz/
Javier Riera, 26 años. Levantador olímpico de pesas a medio tiempo, agente de call center el resto.
Ubicado en tiempo y espacio olímpico, desubicado respecto al levantamiento de peso.
La eterna aspiración javeriana fue marcharse del país, con cualquier excusa y bajo cualquier circunstancia. Atado a la idea de que levantar barras cargadas con discos le guiaría el camino, aunque sea a México, como él decía.
Prontamente, mientras procuraba mantenerse enfocado en su meta, cargando con 245 lbs de arranque, notó que la competencia, fuera de su limitado campo de medición y visión, era fuerte. Que en cualquier otro país, el doping lo apoyaba el gobierno.
Para entonces ya había decidido rendirse y hacerse ajeno al deporte, al éxtasis de 305 lbs sobre la cabeza, sostenidas por sus hombros y una expresión facial innecesariamente grotesca, acompañada de manifestaciones sonoras de exceso y satisfacción.
Antes de rendirse y hacer de la vida que anhelaba un pasatiempo de una o dos horas al día, Javier notó cómo el peso dejaba de subir. Las barras continuamente subían sobre su cabeza, aún así fuese por pura convicción, pero subían. Y subían hasta la caída libre de hombros al suelo; el peso, a diferencia de las barras cargadas con los mismos discos de siempre, en el mismo orden de siempre y con el mismo ruido de siempre, no subía. El peso que carga se volvió tan constante como el declive que hace ya tiempo le tiene hundido en alguna de las esquinas que le falta a las estaciones del año aquí en el tercer mundo.
La constante respecto al peso cargado por Javier, pareció por un tiempo, nada más que un típico estancamiento debido a algún mal movimiento, a la carencia de una técnica depurada o bien, a la falta de la adecuada suplementación que el deporte exige.
Coincidiendo con la dificultad para encaramarse las 275 lbs de arranque: Silvana Mendía, 28 años. Instructora de poledance a medio tiempo, nutricionista el resto.
Desubicada en tiempo y espacio, perdida en conversaciones respecto al colegio de los nenes, el área social del condominio y demás temas impuestos por las señoras de clase media-alta del país, a quienes intentaba educar en la disciplina de atar las piernas a un tubo metálico.
A diferencia de Javier, Silvana nunca pensó en dejar el tercer mundo, una muchacha que habla y se ve bien basta para hacerse de un cincuentón que le mantenga a ella y a sus caprichos. Hasta que conoció a Javier.
Ambos se conocieron en algún evento, de un día cualquiera, de un deporte emergente… Javier competía para perder y Silvana asistía por capricho o por juez. Por parte.
Al coincidir en tiempo y espacio, la atracción fue instantánea. Cómo magnética, como si el fracaso uniese a quienes no tuvieron otra opción, y de allí a este momento: declive.
Silvana y Javier empezaron a frecuentarse uno o dos días después del primer encuentro y así se fueron los años, como dos adolescentes repletos de imperfecciones en el rostro que encuentran comprensión el uno en el otro: el fracaso, denominador común entre Javier y Silvana, no fue nunca un problema.
Como con los años, las peleas y como con las peleas, las separaciones. El abismo. Silvana, a pesar de esta familiarizada con el fracaso, destacó durante la relación, la falta de determinación de Javier, su falta de valor para ser alguien más que un levantador olímpico federado que ha salido una o dos veces del país para volver con la invisible medalla de la derrota. Le mencionó constantemente lo bueno que le faltaba ser. Lo insuficiente que todo el tiempo fue.
Silvana Gaudenz, 34 años. Casada, tomó el apellido de su esposo. Ama de casa. Conforme.
Javier Riera, 32 años. Soltero. Agente de call center a medio tiempo, instructor de levantamiento olímpico el resto. Estancado en 245 lbs de arranque desde hace seis años. No carga con el peso, sino con la culpa de nunca haber sido suficiente.
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