Por el pájaro enjaulado,
por el pez en la pecera,
por mi amigo que está preso,
porque ha dicho lo que piensa.
Por la flores arrancadas,
por la hierba pisoteada,
por los árboles podados,
por los cuerpos torturados:
YO TE NOMBRO, LIBERTAD.
Por los dientes apretados,
por la rabia contenida,
por el nudo en la garganta,
por las bocas que no cantan.
I
Estamos situados a la entrada de un cementerio. Cualquier cementerio público. Paredones descascarados, tumbas a medio construir entre las que resaltan aquellas de colores crudos. Los buitres sobrevuelan en busca de alimento. El viento árido arrastra el montón de hojas secas y plástico de colores que se ha ido acumulando a la orilla de los caminos.
Avanza la tarde y la lluvia comienza a caer sin apuro, cada gota lava las letras de las lápidas sucias. Los ángeles de mármol se humedecen y dejan ver sus verdaderos colores bajo últimos rayos de sol que permanecen tímidos ante las nubes que se aproximan.
Nuestra mirada se mueve entre las galerías de nichos. Ante nuestros ojos se acumulan nombres, fechas, fotografías y grabados.
¿Qué hay dentro de ese hueco? ¿Qué silencio llena ese espacio? Los últimos zapatos, los despojos de una camisa, de una falda, la blusa que vestía en su postrer día aquel ser que amó, tocó, odió, en resumen: vivió.
El pequeño pedazo de mármol en el que se refleja un nombre y dos fechas no nos permite ver el interior de las galerías de nichos que se yerguen a través de corredores funestos y angostos.
El ciprés se mece y adormece al buitre. La lluvia se hace cada vez más intensa y arranca de las sucias paredes trozos de hierba incipiente.
El ambiente se inunda de olor a tierra mojada y flores en descomposición. A lo lejos se escucha una guitarra que rasguea “Amor eterno”…
Comenzamos a movernos entre los espacios abiertos, entre las tumbas de hierba alta, de tierra abultada, de coronas florales hechas de ciprés ahora seco, empapado.
El agua no nos golpea, corre a través de nuestro cuerpo, se diluye entre los orificios de los mojones que marcan la separación entre cada tumba.
En ese cementerio hay otras tumbas, sobre ellas avanzamos ahora, con cruces de madera a medio podrir, sin nombre, o con un nombre hecho a mano sobre la cruz.
Sobre esas tumbas se empoza el agua llena de gusanos que se volverán zancudos.
Son las tumbas de los derrotados.
II
Todo se vuelve negro. El paisaje se transforma en un espacio vacío, silencioso. Percibimos una luz en la lejanía. Nos aferramos a esa luz como un barco a la deriva se aferra a la lejana luz de un faro.
La luz se presenta súbitamente ante nosotros. Es una veladora con una llama que de tan pequeña pareciera que va a extinguirse en cualquier momento. Se escucha el chispear del fuego y la mecha.
De entre la oscuridad que hay bajo nuestros pies emergen rostros de hombres y mujeres con los ojos vendados y las bocas amordazadas. Todos los rostros gimen y los pocos sin mordaza rechinan los dientes. Apenas podemos mantenernos en pie.
Tratamos de huir con toda nuestra fuerza pero no hay a dónde ir. Todo es negro. Sólo la pequeña veladora permanece iluminando aquél lugar que parece una caverna antigua.
III
Escuchamos un llanto que proviene de la parte superior, de lo que ahora sabemos que es una caverna. Tras ese llanto vemos el reflejo de lágrimas que se resbalan entre el vendaje de uno de los rostros. Tras el primer llanto le siguen miles más, que a pesar de su cantidad es posible distinguir cada uno, pues cada uno es distinto del otro.
Los rostros de los derrotados responden a cada llanto. La caverna comienza inundarse y la corriente nos arrastra al exterior de la caverna.
IV
Ante nuestros ojos se extiende una pradera cubierta de claveles rojos. El agua que proviene de la caverna se extiende hasta el horizonte. Es esta agua la que mantiene con vida a las plantas. De nuevo, en este lugar no se encuentra nadie. El cielo está despejado y grandes nubes blancas avanzan hacia el este, siempre hacia el este.
Caminamos siguiendo el río que nace en la caverna. Las horas transcurren pero el sol no se oculta. El viento mece las flores y silba entre sus hojas. Ya no hay llanto, sólo un intenso color rojo que se mese hasta el horizonte.
V
Eso fue lo que soñé hermano. No vi ni a mamá ni a papá. Pero estabas vos. Aquello fue como presenciar el anochecer a plena luz del día.
Ahí en la oscuridad, en medio del silencio repentino, pude escuchar los sollozos de aquellos que sólo pueden emitir gemidos apagados por la mordaza puesta. Pude escuchar el arrastrase de pies y rodillas, de barbilla contra el suelo y manos atadas. Supe que hasta ese momento no había abierto los ojos y que nunca había visto nada. Nada real. Y la nada se volvió el peso más grande que llevaba sobre hombros.
A oscuras traté de encontrar algún camino en la caverna. Pero siempre te sentí a mi lado hermano. Por eso te digo que estabas ahí.
¿Qué quisiste decirme hermano?
No tenés cruz en el cementerio. No sé en dónde estás. Pero te siento a mi lado.
Te voy a poner una veladora y un clavel. Sólo te pido que ese sueño no se repita nunca más.
Autor: Francisco Juárez