Carlos Martínez / Opinión /
Los libros de historia han definido al período a partir de 1986 como la era democrática en Guatemala. No obstante, previo a aventurarse a realizar cualquier tipo de análisis, sería conveniente preguntarse si el título de “era democrática” es el más idóneo para enmarcar los últimos años de la historia política del país.
Etimológicamente, democracia significa “el poder del pueblo” (demos – pueblo / kratos – autoridad o poder). En otras palabras, es correcto definir a la democracia como aquella forma de organización de la sociedad en la cual el poder reside en el pueblo y es atribuido a la sociedad como conjunto.
Hasta acá todo bien, ¿no? Ahora bajemos un poco a la realidad y analicemos el caso de Guatemala.
En 1985, durante el gobierno del general Mejía Víctores, se integra una Asamblea Nacional Constituyente bajo la cual se convoca a elecciones generales y se “restaura” la democracia formal, poniendo fin a los regímenes militares de antaño y dándole paso a los gobiernos civiles. Casi 30 años después de la llegada de Vinicio Cerezo a la presidencia en 1986, se esperaría que nuestra – ya no tan joven – democracia fuera cada vez más sólida y se mantuviera en constante fortalecimiento.
No pretendo emitir un juicio particular sobre cada uno de los gobiernos democráticos desde 1986, sin embargo, no puedo dejar de señalar que la historia política reciente de Guatemala se ha visto marcada por un común denominador: la corrupción.
Para nadie es un secreto que el Estado de Guatemala y sus instituciones han sido secuestradas de forma sistemática, primitivamente por aquellos grupos de poder económico que, históricamente, han cooptado el poder público y que, poco a poco, han sido desplazados por el crimen organizado.
A la luz de los últimos acontecimientos y ante los escándalos de corrupción que han sacudido los cimientos más profundos y oscuros de nuestra clase política, ha resurgido un término de reciente acuñación para denominar a estos gobiernos corruptos, pseudo-democráticos y con tintes de dictaduras constitucionales. El término “cleptocracia“ hace referencia, literalmente, al gobierno dominado por los ladrones; gobiernos encabezados por funcionarios que se han convertido en marionetas de las élites económicas y el crimen organizado y que, para colmo de males, buscan desesperadamente la satisfacción de sus intereses personales a costa del erario público.
Para aclararlo un poco más, el término se utiliza despectivamente para decir, con un léxico bastante más elegante, que un gobierno es corrupto y ladrón. Lamentablemente, el dardo envenenado de la corrupción se ha incrustado profundamente en el sistema político guatemalteco y lo ha corroído completamente. Los gobernantes de turno y los políticos en general, han sabido “institucionalizar” la corrupción y sus derivados, de manera que el nepotismo, el clientelismo político, el peculado y el tráfico de influencias son nuestro pan de cada día.
Precisamente por eso, y tratando de no ser tan cruel con el gobierno de la mano dura, hay que reconocer que nuestros gobernantes son cleptócratas de primer nivel. Realmente un ejemplo para cualquier país que quiera verse al borde del colapso económico, político y social. ¡Enhorabuena! (espero se entienda el sarcasmo).
Ante esta preocupante situación, lo lógico sería depositar nuestra confianza en las instituciones responsables de impartir justicia, quienes aplicarán el Derecho y sabrán castigar las acciones delictivas de los cleptócratas, poniéndolos en el lugar donde merecen estar: la cárcel. Sin embargo, en lo que al sistema de justicia se refiere, nos encontramos ante un panorama más lúgubre aún. Lo que para los teóricos del “Check and balance” pareciera una aberración, en Guatemala es una realidad: los jueces y magistrados son puestos a dedo, y una gran cantidad de ellos representan intereses de los partidos políticos que les dieron su voto.
Procede entonces tratar, dentro de la medida de lo posible, realizar un balance de lo que han sido estos años de gobiernos democráticos. Sin lugar a dudas, muchas más sombras que luces. Al día de hoy, Guatemala se encuentra en una situación que, con toda seguridad, no era la que la población esperaba con la llegada de “la era democrática”:
- La inflación se ha disparado y el quetzal se devaluó frente al dólar.
- La violencia y desnutrición infantil se han incrementado exponencialmente.
- Las instituciones públicas son débiles y se encuentran infestadas de corrupción.
- La privatización de servicios públicos es un fenómeno común.
- La deuda externa aumenta cada día más.
- El sistema educativo es precario y el sector salud se encuentra al borde del colapso.
- La Presidencia la gana el que más dinero invierte en propaganda.
- El Organismo Judicial sigue sin ser verdaderamente independiente.
- Y el Congreso…el Congreso es un circo.
Con toda seguridad, la lista de problemas es mucho más larga. Simplemente escribí los primeros que se me vinieron a la mente. Y así, las cosas, los cleptócratas tiene secuestrado al Estado.
¿Cuál democracia? ¿Cuál representación ciudadana? ¿Cuál participación? ¡La historia política reciente de Guatemala, de “era democrática” no tiene nada!
La impotencia y el descontento ciudadano son evidentes. Una vez más se hace necesario recalcar la importancia del papel que juega la sociedad civil en la reforma del Estado, pues la ciudadanía no debe desfallecer en esta lucha en contra de la corrupción y los cleptócratas secuestradores.
Nuestra débil democracia debe fortalecerse, robustecerse y madurar. No viviremos en democracia mientras no exista un verdadero Estado de Derecho, en el que tanto gobernados como gobernantes se sometan por igual al imperio de la ley. No viviremos en democracia mientras haya irrespeto a nuestros derechos y garantías fundamentales. No viviremos en democracia mientras no se consolide la participación ciudadana en la intervención de los asuntos de interés común.
No viviremos en democracia mientras siga existiendo la cleptocracia; no mientras sigan gobernando los ladrones.
¿Era democrática? Sí, claro.