Mauricio Benard/ Corresponsal/ Opinión/
Hace algún tiempo leí que cuando a Confucio le preguntaron sobre su propio desarrollo espiritual, este respondió: “A los quince años puse mi corazón en aprender. A los treinta pude sostenerme. A los cuarenta ya no tuve dudas. A los cincuenta conocí el Decreto del Cielo. A los sesenta ya era obediente (a este Decreto) y a los setenta pude seguir los deseos de mi espíritu, sin hallar los límites (de lo que es justo)” (Fun Yu-Lan, 1987).
Al decir esto, Confucio sabía que desde la adolescencia se había propuesto dedicar su vida al camino del conocimiento para elevar su espíritu. Cuando llegó a la edad de los treinta (edad a la cual muchos huyen hoy), él ya comprendía la verdad y a los cuarenta ya se conocía lo suficiente como para estar libre de todo tipo de dudas porque tenía consciencia sobre los valores morales y del mundo que le rodeaba. A los setenta permitió que su espíritu lo guiara por el camino infinito de la justicia y la verdad.
Hoy tengo 24 años y creo que voy en la primera etapa: en la de entregar mi ser a la búsqueda del conocimiento (Confucio me va ganando por casi una década). Sé que más que encontrarme a mí mismo estoy en el proceso de inventarme y descubrir quién soy; sin embargo, al hacerlo, trato de no preocuparme únicamente por mí ya que también me inquieta el resto de mi generación y me pregunto cómo nos van a recordar y cuáles van a ser nuestras historias.
Lastimosamente sé que para muchos somos los del Facebook, las parrandas y las drogas, la “caducidad programada”, los carros polarizados y la cerveza barata, pero creo que somos mucho más que eso.
Considero que la juventud es el momento de la vida que todos quisieran tener. A los niños les gustaría ser más grandes “para hacer lo que ellos quieran” sin tener el permiso de sus papás y los más grandes, los adultos, quisieran regresar a sus “buenos años mozos” cuando se atrevían a hacer más locuras, lucían más sus cuerpos y se sentían libres de obligaciones. Por ello, al encontrarme en la mitad de los 20 creo que tengo la responsabilidad de ejercer bien mi juventud y dedicarla a lo que creo que es lo justo y lo correcto. Pero, ¿qué pensarán el resto de los jóvenes, es decir, qué les preocupa, qué les conmueve? ¿Cómo queremos que nos recuerden a aquellos que nacimos entre los 80 y 90?
Sabiendo que la Guatemala del siglo XX estuvo marcada por varias generaciones como la de Ubico, la gesta revolucionaria o los de la guerra, creo que mi generación debe ser la de la transición, la que rompió paradigmas, la que defendió al máximo la “guatemalanidad” de su país y la que logró que las futuras generaciones vivan más libres y felices. Con esto quiero creer que nuestra misión es limpiar el camino para los que vienen detrás y por ello somos una transición.
En ese sentido, me gustaría que cuando piensen en los jóvenes de hoy, ojalá recuerden lo siguiente:
Aquellos que tuvieron el coraje para desafiarse a ellos mismos y su realidad. Que esta generación fue la que se atrevió a desafiar la pobreza, a verla de frente, olerla y conocerla más allá de los libros. Que la vivieron, la sintieron y aprendieron a odiarla porque les indignó demasiado y decidieron borrarla con su sudor y sus manos y al hacerlo, se tatuaron más el corazón que la piel porque tuvieron otro tipo de rebeldía.
Que digan que soy parte de la generación de los techeros, de los jóvenes por Guatemala, los sonriseros, de los que asumen y los que se atrevieron a crear nueva música como los de Cóctel, Gaby Moreno o los Malacates, y al mismo tiempo siguieron escuchando la marimba porque se sienten orgullosos al escuchar Luna de Xelajú o la que se escucha ahí por la Noche de Luna entre Ruinas. Que también le hicieron eco a su cultura desde lugares tan profundos como los Cuchumatanes e hicieron bailar a sus amigos desde espacios urbanos tan únicos como el Box o Bajo Fondo.
Los jóvenes que expandieron la forma de vida del voluntariado, porque fueron más sensibles ante su realidad y se convirtieron en servidores de su mundo.
Que aún sabiendo que su país tuvo épocas muy tristes, también saben que disfrutó su propia primavera y recuerdan de nuevo los ideales de Árbenz o los poemas de Otto René Castillo y quieren crear nuevas primaveras.
Que digan que esta generación logró que los “caqueros” se hicieran amigos de los “choleros” y estos de aquellos y así, borraron todo tipo de clasismos insípidos e inútiles. Que al desafiar al sistema también encontraron la igualdad en los que hoy todavía se les considera “indios” (perdón, sé que suena fuerte, pero esa es la verdad) y en lugar de ello, comenzaron a creer que son 14 millones de almas de una misma tribu que todavía no ha aprendido a aceptar sus diferencias.
Quiero que digan que los jóvenes dejamos de aceptar como “normal” lo que no es normal, como el que existan niños lustradores y otros que se queman los brazos y las manos por armar las ametralladoras que celebran un cumpleaños o navidad.
Que digan que esos jóvenes locos se hartaron de desayunar todos los días las mismas noticias de muerte, femicidio, robo y desnutrición y en lugar de dejar de leer la prensa, decidieron leerla más consciente y comprometidos por hacer mejores noticias.
Al imaginar y escribir estas letras estoy creando un mundo que puede ser real. Es cuestión de poner manos a la obra y darle más sueños para hacerlo palpable y real. ¿Se animan? ¿Qué más le quieren agregar? Mi mundo también es suyo…
Fuente: Fung Yu-Lan. (1987). Breve historia de la filosofía China. México DF: Fondo de Cultura Económica.
Imagen: Amado Valencia. En www.amadovalencia.es