María Fernanda Sandoval / Opinión /
El lunes veintidós de diciembre ocho jóvenes de dieciséis a veintitrés años emprendimos viaje al departamento de Baja Verapaz, Guatemala, con la intención de compartir con la comunidad de un lugar llamado “El Carnero”. Al llegar, varias personas de la comunidad bajaron a recibirnos y ayudarnos a subir algunos víveres que llevábamos con nosotros. Dejamos los vehículos la orilla de un río, siendo el último lugar al que podía entrar un carro. El sol era abrazador, pero estupefactos pudimos observar como las mismas personas que habían bajado a recibirnos, a los quince minutos ya estaban a la mitad de la montaña, tomando camino a su comunidad, mientras nosotros aún bromeábamos sobre si aguantaríamos la subida y si estábamos o no en condiciones físicas. Las bromas encerraban más que aptitudes físicas para escalar montañas y no lo sabíamos, tampoco estábamos en capacidad de comprender lo que venía…
Lamentablemente muchos de los guatemaltecos encerrados en las comodidades de nuestras casas con agua caliente, Internet y pantallas plasmas, no somos susceptibles a datos como los que a continuación se proporcionarán.
Muchos estudiantes leemos casi diariamente frases como: “uno de cada dos niños en Guatemala muere de desnutrición”, “el país se encuentra en índices alarmantes de pobreza extrema”, “existen días en que familias completas no tiene qué comer” y otros peores… mas estas ya no repercuten dentro de nosotros. Y no porque seamos malas personas, sino porque estamos tan acostumbrados a estos temas, que al escucharlos, ya nos parecen sucesos normales; y porque, en contraste total, aunque sea común saberlo, estamos tan alejados de vivirlos en carne propia, que aunque intentemos imaginarlos no tenemos ninguna situación real que nos sirva como punto de comparación, así que no nos es imposible percibir a cabalidad, la profundidad y tristeza que encierran.
Por consiguiente, si se detalla que a la comunidad era imposible llegar en vehículo y que del lugar en donde dejamos el automóvil al sitio donde íbamos nos hicimos aproximadamente dos horas, el dato no calará a nadie que no haya caminado dos horas, bajo el sol para llegar a su casa. O dos horas, en la oscuridad, para bajar a un trabajo. De igual manera, si se mencionase que en El Cerro el Carnero no hay electricidad, tal vez el hecho encuentre oídos en unos cuantos que sepan cómo se siente estar incomunicado cuando te cortan la luz y tal vez otros podamos llegar a imaginar qué es vivir en un lugar donde no hay comida refrigerada, comunicación, entretenimiento o acceso a la información. En este mismo sentido, si se mencionara que este lugar, como muchos en Guatemala, está atrasado casi cien años en desarrollo, por muy pocos sería percibido todo lo que el “desarrollo” engloba: salud, educación, trabajo y condiciones generales de vida. Tal vez seríamos más sensibles si se nos dieran datos alarmantes, pero terriblemente reales.
Como que en el 2014, en la comunidad del Carnero murieron ocho niños por desnutrición. Y si una de las personas que visitan semanalmente la comunidad, se sentase a explicarnos, que las madres dicen que murió “de fiebre” o “que se quedó dormidito” pero que la verdadera causa de muerte es la propia inanición. O si un buen hombre que tiene cercanía con el caserío nos contase que al principio, cuando se repartía comida todo los días, las familias preferían darle de comer el hijo más nutrido y nos explicase que esto se debe al grado de necesidad que han sufrido, al instinto de supervivencia y a la practicidad letal que provoca el ver morir a tantos hijos. O si un muchacho que repartió regalos explicara que las niñas de diez años al recibir sus muñecas, por su tamaño y complexión producto de la desnutrición, al compararlas con sus primitas, parecían de cinco. Y otro agregara, que sus cabellos no parecían eso, si no plumitas por la poca vitalidad que tenían. Y se concluyera que eran “canchitos a la fuerza” por la falta de nutrientes que se llegaba a detonar hasta en el cabello.
Es muy difícil salir de la burbuja de comodidades que nos rodean, pero es aún más complicado viajar poco tiempo, en un país tan pequeño y ver como las condiciones cambian tan drásticamente. Repartir a los niños un tamal a la hora de almuerzo, ver como sus madres se acercan y comprender por medio del lenguaje gestual, cómo les dicen que guarden un poco o les dejen algo. No saber si sentir desaprobación o lástima, o rabia contra el sistema que las empuja a esto. Y encontrarse que personas con menos prejuicios, que observan la misma situación, te digan con la garganta entrecortada: “Acá pasa algo terrible, yo nunca había visto una mamá con hambre.”
Tanta pobreza y falta de recursos no caben dentro de nuestros esquemas mentales si simplemente nos lo imaginamos, incluso si conociéramos estos lugares, que lamentablemente son una mayoría en Guatemala, jamás llegaríamos a comprender todo lo que encierra un concepto tan simple repetido en las aulas: “La gente pobre” , que es mucho más que eso.