Mauricio Rosales/Colaboración/

Eran las 11 de la noche de un viernes cualquiera, yo caminaba por las calles de la Antigua con algunos amigos.  Mientras caminábamos, fuera de los bares repletos de extranjeros y muchachos divirtiéndose, aparecían grupos de niños, entre 5 y 7 años, con canastas en sus manos. Podía ver en ellos una desesperación grande por vender, por lograr que los transeúntes lográramos comprar los productos que allí tenían. En ese instante entró en mí una tristeza enorme, una consternación que jamás olvidaré. ¿Cómo era posible que unas criaturas estuvieran a tales horas de la noche, en la calle, solos, vendiendo cigarros y chicles? ¿Dónde estaban sus padres? ¿Dónde dormirían esos niños esa noche? Las preguntas e inquietudes no dejaban de llegar a mí. ¿Cómo podemos legitimar semejante explotación infantil? ¿Acaso no nos damos cuenta que a esa edad lo que un niño merece es estar durmiendo en su  casa, recibiendo amor de sus padres y sin aflicción por lo que ha de comer a la mañana siguiente?. Mientras analizaba y las emociones pasaban en mi interior, veía como algunas de las personas que me acompañaban ignoraban por completo la situación y solo se preocupaban por comprarles a precios mucho más baratos de lo que ellos pedían.

De pronto pude notar que la indiferencia imperaba; la gran mayoría veía dicha dinámica como algo normal y parecía no importarles la vida de aquellos niños.

Continuamos caminando. De pronto, pasamos por lo que se conoce como el Palacio Municipal y pude ver a varias madres, tiradas en el suelo, con sus 2 o quizás 3 hijos al lado, muy pequeños por cierto, tratando de vender las artesanías que durante todo el día habían estado ofreciendo en los lugares aledaños. “Va a llevar su mantel joven” exclamó una de ellas, sentí como si el corazón me hubiese dado mil vueltas; instantáneamente un nudo en mi garganta se formó y sentí esa impotencia de no poder hacer nada para cambiar esa realidad. Solamente pensaba en la angustia de esas madres: ¿qué necesidad tendrían para estar a más de las 11:00 pm con frío, un viernes, en la calle, vendiendo sus mercancías para sobrevivir en este país junto a sus hijos?

Así continuamos nuestro recorrido por el centro de una de las ciudades más visitadas por los extranjeros que deciden viajar a Guatemala. Llegamos al “Portal del Comercio” e inmediatamente pude identificar en las puertas de los negocios de ese lugar, a personas durmiendo, tratando de protegerse del sereno y poder descansar en esa noche fría y oscura en sus vidas. En el ambiente se podía percibir el dolor y la angustia de aquellos hombres y mujeres sin tener un hogar al cual llegar y dormir. ¿Cómo era posible que en un lugar donde miles y miles de turistas duermen y se divierten, pudiera existir semejante realidad? Y peor aún, ¿cómo es que los mismos guatemaltecos vemos como natural y normal el sufrimiento de nuestra gente? En ese momento comprendí que la indiferencia hace más daño que cualquier bala o arma de fuego.

Esa noche, sin duda alguna, quedará grabada en mi mente y corazón; será un recuerdo que marcará mi caminar y mi manera de ver la vida en la “linda” y “alegre” Antigua Guatemala. Será esa noche en la que desperté a otra realidad, la realidad de guatemaltecos y guatemaltecas que merecen tener una vida digna al igual que yo, al igual que usted.

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