Cuando tenía 5 años, emigré a Estados Unidos para acompañar a mis papás mientras estudiaban su posgrado. Era pequeño, no sabía una sola palabra de inglés, y no entendía que tendría que alejarme de mi colegio, amigos y demás, por un período de dos años. No recuerdo cómo fue el viaje, pero recuerdo que, al arribo, me enfermé de varicela y pasé una semana en reposo. Tras eso, finalmente pude salir a ver cómo eran los barrios de Pittsburgh, en el Estado de Pennsylvania, la ciudad en la que nos radicamos.
Pittsburgh fue una ciudad industrial hasta mediados del siglo XX. El legado de los magnates industriales del siglo XIX es tangible. Por ejemplo, una de las atracciones turísticas de mayor renombre de Pittsburgh es su Museo de Historia Natural, fundado gracias a la filantropía de Andrew Carnegie, magnate de acero y una de las personas más ricas de la historia. Carnegie también donó una fuerte suma de dinero para fomentar la construcción de una serie de bibliotecas manejadas por sus respectivas comunidades (las “Carnegie Libraries”). Otro ejemplo son los nombres de dos de los grandes parques de esta ciudad: El parque Frick y el parque Schenley. Ambos parques son un recuerdo de los orígenes industriales de esa ciudad: El parque Frick fue nombrado tras Henry Clay Frick, inversionista de ferrocarriles y asociado en la empresa de acero del magnate industrial Andrew Carnegie. El parque Schenley, en cambio, fue nombrado tras Mary Crogan Schenley, heredera de una de las primeras familias de la zona y quien donó la tierra para su parque homónimo.
Pittsburgh es un ejemplo curioso de ser una ciudad en la que muchos de sus parques, museos y bibliotecas fueron donados por ciudadanos privados.
En los tres lugares que mencioné, pasé gran parte de esos dos años. Cuando no estudiaban, mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a pasear por los parques. Se podía caminar a través del parque Schenley hasta llegar al campus de la universidad. También nos llevaban al museo: fue allí dónde descubrí la osamenta gigantesca de un Diplodocus y de un Alosaurio, especímenes magníficos de cada dinosaurio. El museo incluso tenía una exhibición del antiguo Egipto (nunca entenderé por qué), la cual despertó mi interés en esa civilización tan añeja. Descubrí a Egipto, Grecia y la historia de las civilizaciones, así como la historia natural, siendo niño entre museos y bibliotecas. Mi ñoñez de hoy tiene sus causas en una infancia agradable, siendo casi un resultado directo de una donación que hizo un magnate escocés hace más de 100 años.
Tras dos años, regresé a Guatemala. Ingresé al colegio en dónde estaba y me reencontré con mis amigos. Sin embargo, algo cambió. Mi niñez pasó de caminar en calles arboleadas y seguras, a estar en el constante confinamiento de muros perimetrales, rejas en las ventanas y garitas de los poblados guatemaltecos. Extrañaba los parques arboleados, extensos, con juegos y campos para jugar. No fui asiduo de los espacios públicos locales sino hasta en mi adolescencia tardía. Extrañaba también la biblioteca pública. Tenía que contar con la del colegio, que si bien era buena, no ofrecía la misma variedad que ofrecía una biblioteca pública como las de Carnegie.
Otras cosas de la normalidad guatemalteca me chocaban: en EEUU, utilizábamos el transporte público, limpio y moderno, para movernos. Aquí, en cambio, nunca nos movimos en transporte público. Años después, al hacer estas reflexiones en mi adolescencia, también me percaté del rechazo que generaba entre mis compañeros más acomodados. Ah, ¿y qué decir del encierro de los condominios, y la limitación de libertad por seguridad? No se miraban calles cerradas allá, y era seguro.
Con los años, fui aprendiendo de las circunstancias tan peculiares del desarrollo nacional, que crearon una realidad distinta a la que conocí cuando estuve allá. Aprendí que Guatemala tuvo robber barons, sí, pero que se quedaban más en el aspecto de “robbers”, y no se caracterizaban por su filantropía. Vean las diferencias: Carnegie fundó museos y bibliotecas públicas; aquí, la riqueza de la familia Gutiérrez le construyó un auditorio a la universidad más elitista del país. Henry Clay Frick, pese a ser controversial y, francamente, un desgraciado en su trato con sus empleados, donó su colección de pinturas para crear un museo en su mansión de la ciudad de Nueva York.
Si bien hay patrocinio de algunas fundaciones hacia el arte y la cultura, no hay un “Museo Bosch de Bellas Artes”, por ejemplo.
Habrá pensado alguno tras leer todo lo anterior que quizás sea frívolo o tonto por comparar a una ciudad de la mayor potencia del mundo con la capital de una esquina de su patio trasero. La calidad de vida en una ciudad de un Estado del país más poderoso y rico del mundo obviamente contrastará favorablemente al compararse con un lugar como Guatemala. La magnitud de la comparación, incluso, la hace inexacta. A lo que quiero llegar es que, no por el hecho de ser estados distintos, con ciudades distintas, deban considerarse a las condiciones de vida guatemaltecas como “deseables” e inmutables. De mayor importancia para el desarrollo, o bienestar, son las consideraciones como los derechos individuales y la situación económica, educativa y de salud de sus habitantes. Pero no debe quedarse atrás el aspecto cultural y recreativo. Deben existir espacios como museos, parques, galerías de arte, conservatorios, etcétera, que permitan que la población acceda al conocimiento y pueda divertirse sanamente. En pleno 2017, no espero que la oligarquía guatemalteca sea filantrópica y comience a donar esos espacios y lugares públicos de recreación.
Pero sí espero que se lleguen a exigir. Y quizás, solo quizás, pueda caminar con mi perro en un parque en otros días que no sean únicamente los domingos de Pasos y Pedales.