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Luis Arturo Palmieri/ Opinión/

No sé a ustedes, pero a mí uno de los lugares que más me gustaría conocer es el despacho oval del Presidente de Estados Unidos. El cargo de Presidente en ese país es probablemente el que más llama la atención de todo el mundo; sin duda causa mucha intriga. Son las personas que han ejercido este puesto y ocupado esta oficina, quienes han tomado algunas de las decisiones que más han trascendido en la historia universal. Cito algunos ejemplos: la Proclamación de Emancipación que terminó con la esclavitud en EUA a cargo de Abraham Lincoln, la compra de Luisiana a Francia (esto fue lo que duplicó el territorio de EUA) bajo la presidencia de Thomas Jefferson, la adquisición del Canal de Panamá en la administración de Theodore Roosevelt, la decisión del Presidente Franklin D. Roosevelt de involucrarse en la Segunda Guerra Mundial luego de que atacaran Pearl Harbor, el posterior bombardeo de Hiroshima y Nagasaki ordenado por el Presidente Truman y el ataque a Irak bajo el mandato de George W. Bush. Es por eso que me encantaría conocer esa oficina, porque probablemente muchas de estas decisiones fueron fraguadas en ese mismo lugar.

El Presidente de Estados Unidos es, de acuerdo a su Constitución, la máxima autoridad de la marina de guerra y las fuerzas armadas militares del país, además es el jefe administrativo del gobierno (el cual tiene, solo en el organismo ejecutivo, más de cuatro millones de empleados), lidera las relaciones exteriores del gobierno, tiene el poder de elaborar tratados, tiene la facultad de vetar leyes, la potestad para nominar y elegir – con el aval del Senado- magistrados de la Corte Suprema de Justicia, embajadores, secretarios, cónsules y otros funcionarios más.

Principalmente por estos poderes a los que me refiero en el párrafo anterior, aunado al hecho indiscutible de que Estados Unidos es una de las principales potencias militares y económicas del mundo, es que la presidencia de ese país resulta tan inimaginablemente colmada de grandeza y prestigio. Fueron Washington, Adams, Madison, Monroe y Jefferson quienes, a finales del Siglo XVIII y a principios del siglo XIX, prestaron su prestigio a la presidencia; sin embargo, poco a poco la situación se ha ido revirtiendo, hasta resultar en lo contrario: actualmente es el cargo de Presidente de Estados Unidos quien le presta y otorga el prestigio a la persona que es electa como tal.

Muchos critican que esa grandeza e importancia se ha conseguido por el constante entrometimiento de Estados Unidos en los asuntos internos de otros países.

No disiento con los que sustentan esta opinión, pero en este momento quiero alejarme de consideraciones sobre los métodos por medio de los cuales se ha llegado a consolidar la fortaleza de este cargo, y tan solo reflexionar sobre la emoción que esta institución suscita en las personas. Es tan increíble la institución de la presidencia “americana” que, sin duda alguna, mientras el mundo se hace cada vez más pequeño, esta no para de hacerse cada día más grande.

Clinton Rossiter dice que la presidencia de Estados Unidos –y yo le agrego que no solo de Estados Unidos sino que también de Guatemala y de todo el mundo que tienen sistemas políticos presidencialistas- tiene este alto nivel de prestigio y autoridad, principalmente porque al pueblo se le ha enseñado a esperar cada vez más de ella. El cargo de Presidente de Estados Unidos, a los ojos de los estadounidenses, es la armadura de aquellos gladiadores que deben llevar el peso de las esperanzas y exigencias de su pueblo. Si nos ponemos a analizar cuál ha sido el factor determinante del dominio estadounidense en la política mundial de los siglos XX y XXI, es fácil darnos cuenta que definitivamente no ha sido el jinete de turno; lo determinante ha sido la dimensión que ha alcanzado la grandeza de esa armadura, la importancia, influencia e imponencia de la institución de la presidencia estadounidense.

Esa armadura es una fortaleza inmensa, indestructible e impecable.

Más claro el contexto ahora, entonces puedo afirmar: la excelsitud que destella la presidencia de Estados Unidos es inconcebible. Por todo lo anteriormente mencionado es que me encantaría ir a conocer ese campo de batalla en donde los jinetes cabalgan con esa pesada pero perfecta armadura. Irónicamente, este escenario no es más –y tampoco es menos- que una oficina en forma de óvalo.

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