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Luis Valenzuela/ Rincón Literario/

Camino en las noches por los barrios de la Antigua y me detengo con guitarra en mano en la Calle del Arco a afinar melodías que espanten cabellos de ingenuas damas y despierten angustias por la madrugada.

Ya no hay mucho espanto y por ende poco trabajo; y no es por la crisis que lleva ya ocho años.

Uno que otro anciano entre anécdotas se acuerda de mí al hablar con sus nietos, un par de gringos por la esquina leen mi historia en un libro de un tal Figueroa y en la radio hasta Gaby Moreno me dedica una trova.

Ya casi no quedan bellas damas de cabellos largos y ojos muy grandes que queden hechizadas por mi serenata ni tampoco caballeros que se quiten el sombrero al pasar frente al balcón por las noches de luna llena.

Ni la llorona ni el cadejo, ni la mujer del Siguán y el misterio se aparecen por estas horas y siento que entre más periódicos leo, menos veo o escucho a mi centenaria pandilla de terrores nocturnos.

¿Para qué ponerme sombrero, afinar mi guitarra embrujada y cabalgar por la madrugada cuando simples mortales cargados de odio y resentimiento, con vacíos de moral y bondad, armados con una pistola y cabalgando en una motocicleta robada le causan horrores hasta el mismísimo diablo?

Podré amar espantar, hipnotizar damas con mis acordes y cabalgar por las noches para reabastecer las anécdotas de los mortales por las mañanas…

Sin embargo, vale más mi amor por esta tierra y sus habitantes que rompo en dos mi guitarra y cuelgo el sombrero para quitar aunque sea un grano de arena de la montaña que carga en la espalda mi bella tierra.

Imagen: Eugenia López

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