Diego Maza/ Colaboración/ TOGA/
El sol despunta por entre los edificios y avenidas mientras se mezcla con el vaporoso saludo de las calles; esa bruma que se confunde con el monóxido de carbono de las camionetas, buses y de los más de miles de vehículos e igual cantidad de motociclistas que circulan día a día en esta ciudad, la cual de acuerdo a la municipalidad “es como tú” o como yo, y que tú y yo recorremos, convivimos, transformamos y que en ocasiones destruimos.
Una ciudad que parece tener poco de futuro y mucho de pasado pero sobretodo basada en un presente que fluctúa entre lo moderno y lo decadente. Ese cliché que los cronistas urbanos mencionan para definir a la ciudad como “una selva de concreto” parece quedar refrendado mientras, subido en el transmetro y tomado del pasamanos, veo reflejarse en los vidrios de un edificio a la gente, los semáforos, las señales, los carros, las motos, los taxis, las paradas y buses, todo mezclado en un cóctel. Para el toque final, algunas vallas publicitarias y árboles escasos.
Si tuviéramos que otorgarle un nombre a esta ciudad, no existiría uno más cosmopolita que metrópoli.
Sus calles y aceras, esas calles gastadas por el paso incesante e inalcanzable de hombres y mujeres, padres o madres, trabajadores, estudiantes, policías y ladrones, diputados, vendedores, repartidores de periódico y vagos. Calles gastadas por el paso de -por qué no decirlo- poetas y novelistas. La frase se repite… la ciudad como tú, la ciudad como yo, la ciudad como nosotros.
Una metrópoli que si pudiera pintarse de un color, podríamos decir que vive en el eterno vaivén del rojo sangre para pasar al decorativo verde fosforescente, donde en ocasiones se viste del blanco insípido que otorga la modernidad. Finalmente, el negro que cae en las noches y cubre las carencias de la pobreza o el despilfarro que el sol devela en las mañanas, en una mañana como esta.
Mi historia no se basa en la ciudad en sí misma, sino en la ciudad como extensión de la realidad guatemalteca y del guatemalteco, subido en un bus de esos verdes con paradas modernas y de concreto donde la gente se ordena por miedo al garrote, movidos por la necesidad y cuyo servicio -a Dios gracias-, se encuentra a años luz de aquellos buses que llaman tomates o que bien podríamos tildar de chatarras. Me refiero a los buses verde fosforescente que apelan a lo moderno con un nombre futurista, pero que en este país y sobretodo en esta ciudad, el nombre pareciera ser más surrealista: el transmetro.
Empiezo mi recorrido en la estación de Cuatro Grados Sur, la cual recibe su nombre por el centro comercial de la zona 4 que queda a la vecindad. Espero a que el semáforo esté en rojo para cruzar la calle y emprender la carrera; otros como yo corren para tomar buenos lugares en la fila, pero puedo ver cómo en la distancia las colas se van formando. Subo corriendo y me detengo apenas un instante (como si dudara); sin embargo, a mi al igual que muchos de los que forman fila, nos mueve un accionar poderoso llamado necesidad.
Esta no solo nos mueve a subirnos al transmetro sino a su vez a la economía y a la vida misma; existe una necesidad para todo, para ser amado, para amar, para ser feliz y en este caso particular, para movilizarnos.
Inserto mi quetzal en la máquina traga monedas y paso las barras, la cola ya tiene una formación en U, voy al penúltimo, la carrera no me sirvió de nada, tal vez sea el único ejercicio de mi día y este me sonrió con ironía mientras pienso en la cara que pondría mi doctor si le contara. El semáforo continúa en rojo, la cola de carros y de personas en la estación no avanza; lo único que parece moverse además de los repartidores de ese periódico gratuito que todos los transeúntes, motoristas y choferes llevan entre el brazo o que apretujan en sus manos con la rabia de una mañana que no empezó bien, son los números del semáforo en la sempiterna cuenta de un final que siempre anuncia un inicio, como todo en este vida.
Y precisamente con la llegada de esos números y de esa luz verde, llegan las bocinas, los aceleradores, los sonidos que despiertan en cualquier hombre la pasión por la mecánica y lo automotriz, sonidos típicos de una ciudad ruidosa, desordenada y en ocasiones caótica.
Cuando el tráfico fluye a su ritmo, así llega el transmetro a la estación. En la misma se respira una suerte de desesperación por ocupar un espacio o porque la fila avance, y es que los minutos cuentan, los trabajos no esperan. Cinco segundos y se abren las puertas: un pitido agudo, es el sonido suficiente que nos indica a los que suben o bajan que la travesía sea en la calle o en el bus comienza, la fila avanza de poco en poco, un trabajador municipal ataviado (faltaba más) de un uniforme verde y azul con un chaleco bordado con la consigna “control y orden” mueve a los pasajeros para dar espacio a los nuevos y vaciar el flujo de la estación. La gente sale, y nosotros afuera esperamos para entrar.
Me quedo a escasas cuatro personas para poder ingresar, el pitido suena de nuevo, el trabajador municipal, al que denomino “instructor” dado que cumple una suerte de función aleccionadora, se apretuja entre los pasajeros y el bus, así como el semáforo, inicia el recorrido.
Transcurren apenas unos tres minutos cuando un nuevo transmetro aparece en la estación. La escena se repite, las puertas que se abren, el pitido, la gente que sale y la que entran, las tres personas que van delante mío logran entrar, llega mi turno, observo ese límite entre la parada y el transmetro, una línea negra que me separa del transporte de la ciudad del futuro y de la calle, el paso constituye un salto de fe, respiro y en una cuestión de segundos estoy dentro, entrando a trompicones en la búsqueda de un espacio, de un pasamanos para sostenerme y evitar la inercia. Repito como si se tratara de un conjuro: “permiso, permiso, comper” hasta que alcanzo un lugar y me detengo; el pitido suena, las puertas se cierran. ¡Bienvenido al transmetro! me dice una voz en la cabeza que suena un tanto burlesca.
Lo logré, estoy dentro y la ciudad afuera. Ahora sí empieza la aventura.
El transmetro arranca y comienza a tomar velocidad. Al partir, lo primero que se puede observar del lado derecho es el edificio de Almacenes Japón cuyos vidrios polarizados reflejan una mínima, pero representativa escisión o debería de decir, exclusión de la ciudad que hace tiempo dejo de ser la “tacita de plata” y es aquella de los mal llamados asentamientos. Con sus casas de bloc o de madera, champas y terrenos desordenados, el único orden es estético y cambia del color gris acero que impera en sus techos de lámina que reflejan el sol a unas cuantas antenas rojas perdidas que son la modernidad que permite entrever la globalización, porque podrá no tener el suministro de agua pero sí de cable, sociedad del espectáculo o espectáculo de sociedad. Las láminas brillan cual platino clavadas en las paredes que más allá de los clavos se aferran a la esperanza y a la fe, como las manos de los usuarios del transmetro que tomados del pasamanos vemos cómo ese reflejo es una metáfora minúscula de nuestro poco desarrollo, de nuestra exclusión, y porqué no decirlo, de nuestro racismo endémico, de una realidad guatemalteca que precisamente se sostiene más por la fe y la esperanza que por acciones concretas.
El transmetro se detiene lentamente, quienes lo acompañamos y nos convertimos en una suerte de cuerpos ambulantes que no hablan y que se mueven de forma parsimoniosa, como tratando de evitar lo que en sí es un roce ineludible con los demás, nos vemos empujados a hacer fuerzas tomado de los pasamanos o de los asientos para evitar el tropiezo y casi también el ridículo frente a todos los demás mientras la inercia hace de las suyas.
Al abrir las puertas, los que salen se despabilan y retoman las andadas; algunos con indiferencia, otros con la preocupación de que en el camino sufran un asalto o pierdan la vida, porque en esta ciudad la frase de la canción “Me voy para no volver” puede fácilmente hacerse realidad con todo y su dejo de desesperanza.
Los que entran en cambio, se apretujan con los demás.
Algunos mueven los ojos buscando un asiento, pero la esperanza se desvanece como muchas otras ocasiones en este país; los espacios los ocupan otros, con rapidez o pesadez se toman del pasamanos para evitar en la medida de lo posible la ley física inexorable de la inercia que junto con la muerte son ineludibles.
Me fijo poco en los nuevos acompañantes, yo les importo poco también, el típico usuario del transmetro estando en el bus es un ser individualista, son pocos aquellos que son amables, que dicen: ¡buenos días!, que ceden con prontitud y apremio sus lugares o que simplemente sonríen. Mientras más camino recorre esa oruga fosforescente por las calles de la ciudad comienzo a comprender que el transmetro no es más que una extensión de nuestra realidad ciudadana o como nos gusta decirlo: capitalina. Donde la municipalidad somos todos pero después somos tú y yo en una construcción separada.
Si hay algo que es constante además de la inercia, la velocidad o el sonido de las pantallas instaladas dentro del bus, es un hecho que determina o dice mucho: nadie dentro del transmetro sonríe ni devuelve una sonrisa, no hay risas. La seriedad es lo que impera, la abstracción reina, aquello que los antropólogos definirían como un silencio colectivo. Esa carencias de sonrisas que de seguro sería un material excelente para un cuento de Cortázar es un silencio pocas veces interrumpido únicamente por tres cosas: la primera de ellas corresponde al pitido de la puerta al abrirse y al cerrarse avisando a todos los que suben el hecho de que abandonan la calle y se sumergen en un su mundo existencial serio, donde reír se prohíbe, muy parecido a la ciudad por donde antes transitaban. La segunda razón para romper el silencio es la voz en las pantallas del transmetro que anuncia, entretiene y promueven el régimen municipal cuasi monárquico que nos domina; y finalmente, el único de los usuarios que decide contestar una llamada y que a pleno pulmón responde las inquietudes de la persona que se halla del otro lado de la línea, como si fuera una cuestión de vida o muerte, pero en este país, en esta ciudad, en estas calles, realmente podría serlo.
De nueva cuenta me asalta, y no el ladrón sino la reflexión, la duda. Me cuestiono si de verdad el guatemalteco sonríe poco o tiene poco por lo que sonreír cuando se percata de su situación. Luego las noticias me sorprenden cuando se escucha, se lee o se ve que Guatemala ocupa el décimo lugar en el ranking de los países más felices del mundo. Ocupamos el décimo lugar, en definición somos felices pero no lo demostramos, porque sufrimos demasiado y no precisamente por la selección mexicana. En nuestro exterior, no vale la pena revelar nuestra felicidad interior, cosas grandes, cosas pequeñas que el transmetro permite entrever.
Si la felicidad se esfuma es porque la preocupación y la angustia la ahogan, pero la violencia, la pobreza y la falta de oportunidades que generan esas angustias y esas preocupaciones son las causas principales de que podamos ser positivos y un poco más felices. Es esa constante, el no sonreír, la indiferencia total y absoluta de cada uno de los que vamos en el transmetro con ciertas y contadas excepciones, quien se encuentra inmerso en su propias cavilaciones. No se podría enumerar a dónde dirigen sus pensamientos: puede ser a la familia, al matrimonio, al trabajo, a los hijos, a la amante, a la escuela o la universidad, el novio o la ciudad y un sinfín más de filosofías, modos y vidas alegres o felices pero sin importar ello, todos se encuentran reunidos en este bus fosforescente que recorre las desgastadas calles de una ciudad que es como tú y que es como yo, que con o sin sonrisas demostramos la diferencia que no nos excluye sino unifica.
Mi realidad como pantalla y la pantalla que muestra una triste realidad, y es que si se habla del transmetro no se puede dejar de mencionar esos televisores, que son cuatro colocados estratégicamente en cada fila del autobús, pero lo verdaderamente estratégico es su programación basada en anuncios de café, celulares, pastillas para el dolor de espalda y coca cola. Lo importante es el noticiero cuyo nombre es cínico: “avances” si como los de esta administración municipal en el tema del agua, el cuidado de las calles, la seguridad, la información pública, entre muchos temas tratados a profundidad, fueran realmente eso, avances. El telenoticiero no es más que un conjunto publicitario de las acciones municipales de naturaleza intrascendente (entiéndase inaugurar un chorro, besar bebés y saludar en parques, ver desfiles que rinden homenajes y pleitesía cuasi monárquicos al jefe del palacio de la loba). Para colmo de males la sección ” hoy en la historia” en lugar de relatar un verdadero hecho histórico, una proeza o hazaña se dedica a comentar única y exclusivamente los acontecimientos del gobierno de Álvaro Arzú como si nuestra historia se tratara únicamente de un período presidencial o que siquiera mereciera la pena recordar.
En resumen, puede definirse como la forma más patética y burda de adoctrinamiento a la que día a día los usuarios del transmetro nos vemos sometidos a soportar.
Después de múltiples paradas donde la ecuación, pitido, entrar, salir se repite, el interior del transmetro lo único que hace es disminuir, cuando estoy a una parada de mi estación el bus está completamente vacío, pienso en los que han bajado que se han perdido como un número, como una cifra más por las calles de las cuales dentro de un momento formaré parte.
El transmetro comienza a detenerse con lentitud de poco en poco para dejar que la otra unidad abandone la estación que se ve desde lejos sobrecargada; se detiene de nuevo, la inercia, me sostengo, veo al bus por adentro apenas queda gente, el pitido suena, las puertas se abren de par en par, el instructor municipal le ordena a la gente de afuera que espere a que salgamos, soy el último, veo la zanja que me separa del transmetro y la estación, doy el paso, como si se tratara de un salto de fe, con el que principia mi jornada laboral. Después lo que podríamos tildar de muchedumbres se amontonan para entrar, como si el autobús no fuera vacío, la metáfora de cangrejo se repite, que aunque no veo imagino, saludo con un: ¡buenos días! al instructor de la estación que lo conozco no por hablarle sino por la repetición constante de verlo.
Mientras abandono la estación, veo al cielo y repito las palabras que desde el primer día me digo a mi mismo como si se tratara de un mantra o embrujo, sencillamente para recordar mi realidad inmediata y “capitalina”: “Gracias Dios mío, porque la vida es aquello que pasa cuando vas en transmetro”.
Fotografía: www.elsum.wordpress.com