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Gabriela Sosa/ Opinión/

Mis planes para el lunes en la noche no incluían mirar por televisión el debate entre Donald Trump y Hillary Clinton. Sin embargo, cuando me preparaba para apagar la televisión capté una imagen de Hillary Clinton justo antes de subir al escenario y no pude resistirme. ¿Por qué? No soy su fan. Aunque tampoco tengo necesariamente algo contra ella.

A decir verdad, no conozco tanto ni de política ni de economía como para atreverme a dar una opinión sobre su plan de gobierno. No obstante, lo que llamó mi atención fue su rostro. Hace unas semanas, Brandon Stanton publicó en su página de Facebook Humans of New York un par de fotografías de ella con una pequeña declaración.

La candidata comentaba que de joven tuvo que aprender como mujer a controlar sus emociones, porque lo que funciona para un hombre, no funciona para una mujer. Simplemente somos juzgadas de distinta manera. 

Un hecho, que lamentablemente no puede contradecirse. Estas elecciones parecieran estar en todos lados y es necesario prestarles atención, ya que aunque no nos guste, lo que sucede en Estados Unidos afecta a todo el mundo; especialmente a nuestros pequeños países de Centroamérica tan influenciados por el mismo. Aún así, los medios de comunicación, tanto estadounidenses como alrededor del mundo, parecen preocuparse más por otros aspectos sobre Hillary. Aspectos, que seamos honestos, si se tratara de un hombre, no serían siquiera considerados.

Las fuentes varían levemente, pero acorde al Huffington Post , solo en los primeros 26 minutos del debate, Trump interrumpió a Hillary Rodham Clinton aproximadamente 25 veces. Lo sorprendente es que no únicamente la interrumpió, sino que también esperaba que ella se quedara callada. Para quienes vimos casi completo el debate, fue seriamente molesto e indignante. Indignante porque es casi posible asegurar que todas las mujeres podemos identificarnos con esa posición. La posición de ser subestimada por un hombre por el único hecho de ser mujeres; de ser vistas como si fuéramos menos importantes, o como objetos de decoración; de ser interrumpidas, no importa cuan fuerte tratemos de hablar; y lo peor de todo: de ser mal vista si nos atrevemos a interrumpir de vuelta o a defendernos.

Porque las mujeres se supone somos educadas, calladas, respetuosas, perfectas señoritas y princesas; no decimos malas palabras,  nos sentamos bien, con las manos cruzadas sobre las piernas cerradas, no levantamos la voz, no decimos cosas que podrían ofender a alguien, usamos un tono de voz suave y siempre, siempre, siempre sonreímos. ¿Cuántas veces no hemos ido pasando por la calle cuando alguien nos grita “por qué tan seria”? Fue doloroso ver a Hillary tener que sonreír durante todo el debate, mientras Trump la insultaba una y otra vez; y todavía tenía el descaro de decir que él tenía un mejor “temperamento” para ser presidente.

Sin importar la opinión sobre sus políticas, nadie puede negar que si Hillary no fuera mujer, no tendría que cuidar tanto su imagen pública. Es triste ver, que a pesar de todos sus años de preparación, de haber sido senadora, Secretaria de Estado, Primera Dama, de ser candidata a presidente (la primera mujer en Estados Unidos); el único hecho de ser mujer ya ha sido usado en su contra. Este mensaje dice “no importa qué hagas en tu vida nunca lograrás ser vista de otra forma”. Tal vez no conscientemente, pero imaginemos por un momento que es un hombre: no sería calificada de “agresiva” al hablar, al contrario, esto denotaría autoridad y seguridad. No sería “fría” o “seria” al ver a su oponente, sería alguien concentrado y diplomático. Si ríe, no sería porque quiere manipular a los votantes, sería simplemente porque sonrió. Si se enferma, no sería cuestionada su capacidad de liderazgo, sino que se le desearía que se recupere pronto. No se hablaría de sus decisiones de vestuario ni se dudaría que ama a su familia porque en lugar de ver a sus nietos, está haciendo campaña en varias ciudades. Si interrumpe a Trump, no sería “maleducada” o “creída”.  Si su pareja la engaña, no sería culpa de ella porque seguramente “algo hizo mal”.

Nos gustaría decir que todo eso no es cierto, pero sin ir más lejos, la semana pasada Twitter explotó por un audio de Gloria Álvarez en el que insultaba a alguien. Yo no estoy de acuerdo con Gloria Álvarez en la mayoría de cosas, y ciertamente no me agrada. Sin embargo, las redes sociales la hicieron pedazos por su vocabulario y por algo que ni siquiera es de nuestra incumbencia. ¿Y si no fuera una mujer? ¿También lo habrían hecho? No a ese extremo, no al extremo que tuvo que hacer una disculpa pública. Porque no le habrían prestado tanta atención como la que recibió.

Lo más triste de todo esto es que no somos juzgadas solamente por los hombres. Muchas veces somos nosotras mismas las que nos juzgamos mutuamente.

Las que decimos todas esas cosas de una mujer profesional. Las que preguntamos cuándo van a tener hijos si ya se casaron. Las que preguntamos si van a volver a trabajar después que nazca su bebé. Las que juzgamos el vestuario de las demás o nos ofendemos por su tono de voz. Y lo peor de todo: siempre tenemos ese algo que nos retiene, ese filtro que no nos permite decir todo lo que queremos de la forma que queremos decirlo porque no queremos ofender a alguien. Es algo tan integrado en nuestra mente que ni nos damos cuenta que lo hacemos. Pero si creen que un hombre pasa más de diez minutos al día preguntándose si fue demasiado duro al hablar, no es cierto. Sucede, pero es más una excepción que una regla.

En cambio, las mujeres nos disculpamos por todo, por “respeto”. Imaginemos ahora que ambos candidatos son mujeres, ¿se imaginan los titulares? Dirían que el debate fue un “cat fight” o que “sacaron las garras”, “se tiraron el pelo”, o cualquier frase despectiva que se les ocurra.

Entonces, ¿qué podemos hacer? Para empezar, dejar de dudar de nosotras mismas. Dejar de disculparnos por hacer una pregunta, dejar de criticar a otra mujer por su ropa, de pensar antes de ofendernos si en realidad era un insulto o es simplemente su forma de hablar, de no hacer especulaciones sobre la vida de otra mujer, aprender a cambiar la conversación; porque si no nos respetamos a nosotras mismas y a otras mujeres, ¿cómo esperamos que alguien más lo haga?

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