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Leonid Andreiev / Rincón Literario /

 I

 

Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres días y tres noches yaciera bajo el misterioso poder de la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no advirtieron sus deudos, al principio, las malignas rarezas que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su nombre. Alborozados con ese claro júbilo de verlo restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin cesar y ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas nuevas. Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron todos de emoción y llamaron a los vecinos para que viesen al milagrosamente resucitado. Y los vecinos acudieron y también se regocijaron; y vinieron también gentes desconocidas de remotas ciudades y aldeas, y con vehementes exclamaciones expresaban su reverencia ante el milagro… Como enjambres de abejas revoloteaban sobre la casa de María y Marta.

Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de la grave enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un artista, bajo un fino cristal. En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos y en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa misma cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con tonos rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios mostraba tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se había puesto obeso. El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de algún tiempo amortiguóse también la cianosis de sus manos y su rostro y se igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del todo. Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro.

Lo mismo que la cara pareció haber cambiado también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal humor, cobrárale tanto cariño el Maestro. Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno; jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salían de sus labios, eran las más sencillas, corrientes e indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue a saber de qué se duele o se alegra su profunda alma. Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por espacio de tres días, señoreara la muerte en las tinieblas… vestido con sus nupciales ropas, brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso, vuelto otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos… sentábase a la mesa del festín, entre sus amigos y deudos. En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas, encendidas de amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba; y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y azuleante. Tocaba la música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de abejas, bordoneaban… como cigarras estridentes… como pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de María y Marta.

 

II

Un imprudente levantó el velo. Con el soplo indiscreto de una palabra lanzada al azar, rompió el luminoso encanto y en toda su informe desnudez dejó ver la verdad. Aún no se concretara del todo en su mente la idea, cuando sus labios, sonriendo, preguntaron: —¿Por que, Lázaro, no nos cuentas… lo que viste allí?

Y todos guardaron silencio, sorprendidos de aquella pregunta. Parecía como si, por primera vez entonces, se diesen cuenta de que Lázaro había estado muerto tres días y miráronlo curiosos, aguardando su respuesta. Pero Lázaro callaba. —¿No quieres contárnoslo? —insistió el preguntón con asombro—. ¡Tan terrible era aquello! Y otra vez su pensamiento fuéle a la zaga a sus palabras; de haberle ido por delante, no habría formulado esa pregunta, que en aquel mismo instante, le destrozaba el corazón con irresistible pánico. Inquietáronse también todos y con ansia aguardaban las palabras de Lázaro; pero éste seguía guardando un silencio grave y frío y sus ojos tenían una mirada vaga. Y otra vez volvieron a notar, como al principio, aquella terrible cianosis de su rostro y aquella repugnante obesidad; sobre la mesa, como olvidadas por Lázaro, yacían sus manos de un azul rojizo… y todas las miradas involuntariamente fijas, convergían en ellas, cual si de ellas aguardasen la respuesta anhelada. Y seguían tocando los músicos; pero no tardó en correrse hasta ellos el silencio, y así como el agua apaga un rescoldo, también aquel silencio apagó los alegres compases. Callaron las flautas; callaron también los sonoros címbalos y las bordoneantes guzlas; y lo mismo que una cuerda que salta, gimió desmayada la canción… y como un trémulo, intermitente sonido, enmudeció también la cítara. Y todo quedó en silencio. —¿No quieres decírnoslo? —repitió el preguntón, incapaz de contener su lengua. Reinaba el silencio y sobre la mesa descansaban inmóviles las azulosas, rojizas manos de Lázaro. Y he aquí que aquellas manos moviéronse levemente y todos respiraron aliviados y alzaron los ojos; y las fijaron en ellas, y todos a una, con una sola mirada, pesada y terrible, quedáronse contemplando al resurrecto Lázaro.

Era aquél el tercer día, después que Lázaro saliera del sepulcro. De entonces acá, muchos habían sentido el poder aniquilador de su mirada; pero ni aquellos que por ella quedaron destruidos para siempre ni aquellos otros que en las primordiales fuentes de la vida, tan misteriosas como la propia muerte, encontraron valor para afrontarla… jamás pudieron explicarse lo horrible que, invisible, yacía en el fondo de sus negras pupilas. Miraba Lázaro de un modo sencillo y sereno, sin deseo de descubrir cosa alguna, ni intención de decir nada… hasta miraba fríamente cual si fuese del todo ajeno al espectáculo de la vida. Y eran muchos los despreocupados que tropezaban con él y no lo notaban, y, luego, con asombro y pavor, reconocían quién era aquel hombre obeso y flemático que los rozaba con la orla de su lujosa y brillante túnica. Seguía brillando el sol cuando miraba él, y seguía manando, cantarina, la fuente y no perdían los cielos su color cerúleo; pero el hombre que caía bajo su mirada enigmática, ya no oía el rumor de la fuente ni reconocía los nativos cielos. Unas veces, rompía a llorar con amargura; otras, desesperado, se arrancaba los cabellos y, como loco, gritaba pidiendo socorro; pero lo más frecuente era que, con toda calma e indiferencia, empezara a morirse y siguiera muriéndose durante largos años, muriéndose a vista de todos, muriéndose descolorido, bostezante y tedioso como un árbol que se va agotando en silencio sobre una tierra pedregosa. Y los primeros, los que gritaban y enloquecían, volvían luego a la vida; pero los otros… nunca.

—¿De modo, Lázaro, que no quieres contarnos lo que viste allí? —por tercera vez repitió el preguntón. Pero ahora su voz era indiferente y brumosa y mortecina, y un tedio gris miraba por sus ojos. Y sobre todas las caras extendióse como polvo aquel mismo tedio mortal, y con romo asombro miráronse unos a otros los comensales, sin comprender por qué se habían reunido allí, en torno a aquella rica mesa. Dejaron de hablar. Con indiferencia pensaban que debían irse a sus casas, pero no podían sacudirse aquel pegajoso e indolente tedio que paralizaba sus músculos, y continuaban sentados, apartados unos de otros, cual nebulosas lucecillas desparramadas por los nocturnos campos. Pero a los músicos les habían pagado para que tocasen y volvieron a coger sus instrumentos y volvieron a surgir y saltar sus sones estudiadamente alegres, estudiadamente tristes. Toda aquella armonía vertíase sobre ellos, pero no sabían los comensales qué falta les hacía aquello ni a qué conducía el que aquellos individuos pulsasen las cuerdas, inflaran los carrillos y soplasen en las tenues flautas y armasen aquel raro, discordante ruido.

—¡Qué mal tocan! —dijo uno.

Los músicos diéronse por ofendidos y se largaron. Detrás de ellos, uno tras otro, fuéronse también los comensales, porque ya estaba anocheciendo. Y cuando por los cuatro costados envolviólos la sombra y ya empezaban a respirar a sus anchas… súbitamente, ante cada uno de ellos, con el fulgor de un relámpago, surgió la figura de Lázaro; rostro azuleante de muerto, vestidura nupcial lujosa y brillante y fría mirada, del fondo de la cual destilaba, inmóvil, algo espantoso. Cual petrificados quedáronse ellos en distintos sitios y la sombra los circundaba; pero en la sombra, con toda claridad, destacábase la terrible visión, la sobrenatural imagen de aquel que, por espacio de tres días yaciera bajo el enigmático poder de la muerte. Muerto estuvo tres días; tres veces salió y se puso el sol y él estaba muerto; jugaban los chicos, bordoneaba el agua en los guijarros, ardía el polvo, levantado en el camino por los pies de los viandantes… y él estaba muerto. Y ahora otra vez se hallaba entre los hombres…, los palpaba…, los miraba…, ¡los miraba!… y por entre los negros redondeles de sus pupilas, como al través de opaco vidrio, miraba a las gentes el más incomprensible Allá.

 

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