Lazaro

Leonid Andreiev

 

V

Y hete aquí que hubo de llamar a Lázaro a su palacio, el propio divino Augusto.

Vistieron suntuosamente a Lázaro, con solemnes atavíos nupciales, como si el tiempo los legitimase y hasta el fin de sus días hubiese de seguir siendo el navío de una novia ignorada. Parecía como si a un viejo y podrido féretro que ya empezaba a pudrirse y deshacerse, le hubiesen dado capa de oro y colgádole nuevos y alegres cascabeles. Y triunfalmente lleváronlo entre todos, todos ataviados y brillantes, cual si de verdad fuese aquel un viaje de bodas, y trompeteaban los batidores en sus trompetas pidiendo paso para el legado del emperador. Pero desiertos estaban los caminos de Lázaro; su país entero maldecía ya el nombre del resucitado y el pueblo huía al solo anuncio de su aproximación terrible.

Las trompetas eran las únicas que sonaban y el desierto les respondía con sus largos ecos.

Lleváronlo luego por el mar. Y fue el más lujoso y el más triste navío que jamás se hubiese reflejado en las ondas del Mediterráneo. Muchos pasajeros iban a bordo de él, pero resultaba silencioso como una tumba y parecía cual si llorase el agua, al hendirla la aguda y esbelta proa. Sólo iba allí sentado Lázaro, expuesta al sol la frente; escuchaba el rumor de las olas y callaba mientras lejos de él, en confuso enjambre de tristes sombras, sentábanse y bostezaban marineros y embajadores. Si en aquellos momentos hubiese estallado una tempestad y desgarrado el viento las rojas velas, es seguro que el bajel habríase hundido, sin que ninguno de los que a bordo llevaba hubiese tenido fuerzas ni deseo de luchar por su vida. Haciendo un supremo esfuerzo, asomábanse algunos a la borda y fijaban ansiosos la vista en el azul, diáfano abismo… ¿No se deslizarían por entre las ondas los hombros rosados de una náyade?… ¿no retozaría en ellas, levantando con sus cascos ruidosos surtidores, algún ebrio centauro, loco de alegría? Pero desierto estaba el mar y mudo y vacío el ecuóreo abismo.

Indiferente recorrió Lázaro las calles de la ciudad eterna. Habríase dicho que toda su riqueza, sus grandes edificios, erigidos por titanes, todo aquel brillo y belleza de un vivir refinado…, eran para él apenas otra cosa que el eco del viento en el desierto, el reflejo de las muertas inestables arenas. Rodaban las carrozas, pasaban densos grupos de gentes recias, gallardas, bellas y altivas, fundadoras de la ciudad eterna y orgullosas partícipes de su vida; sonaban canciones…, reían las fuentes y las mujeres con su risa perlada…, filosofaban los borrachos… y los que no lo estaban escuchaban sus discursos, y los cascos de los corceles aporreaban a más y mejor las piedras del pavimento. Y rodeado por doquiera de alegre rumor, cual un frío manchón de silencio, cruzaba la ciudad el sombrío, pesado Lázaro, sembrando a su paso el desánimo, sombra y una vaga, consuntiva pena.

—¿Quién se atreve a estar triste en Roma? —murmuraban los ciudadanos y fruncían el ceño; pero ya, al cabo de dos días, nadie ignoraba en la curiosa Roma al milagrosamente resucitado y con temor se apartaban de él.

Pero también allí había muchos osados que querían probar sus fuerzas y Lázaro acudía dócilmente a sus imprudentes llamadas. Ocupado en los asuntos de Estado, tardó el emperador en recibirlo y por espacio de siete días enteros anduvo el milagrosamente resucitado por entre la muchedumbre.

Y una vez hubo de llegarse Lázaro a un alegre borracho y éste riendo con sus rojos labios, lo saludó diciendo:

—¡Ven acá, Lázaro, y bebe!… ¡Que Augusto no podrá contener la risa, cuando te vea borracho!

Y reían aquellas mujeres desnudas, borrachas, y ponían pétalos de rosa en las azulosas manos de Lázaro. Pero no bien fijaban los borrachos sus ojos en los ojos de Lázaro… ya se había acabado para siempre su alegría. Toda su vida seguían ya borrachos; no bebían ya, pero no se les pasaba la jumera… y en vez de esa jovial locuacidad que el vino infunde, sueños espantables ensombrecían sus mentes infelices. Sueños horribles venían a ser el único pábulo de sus almas desatentadas. Sueños horribles, lo mismo de noche que de día, tenían los cautivos de sus monstruosos engendros y la muerte misma era menos horrible que aquellos sus fieros pródromos.

Pasó una vez Lázaro por delante de una parejita de jóvenes, que se amaban y eran bellísimos en su amor. Estrechando ufano y recio entre sus brazos a su amada, dijo el joven con honda compasión:

—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros. ¿Hay acaso en la vida algo más poderoso que el amor?

Y miró Lázaro. Y toda su vida siguieron ellos amándose, pero su amor se les volvió triste y sombrío cual aquellos cipreses sepulcrales, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas agudas y negras copas tiéndense afanosamente al cielo en la plácida hora vespertina. Lanzados por la misteriosa fuerza de la vida uno en brazos del otro, iban sus besos mezclados con lágrimas; su placer, con dolor, y ambos sentíanse como dos esclavos; cual dos sumisos esclavos de la vida exigente y servidores sin rechistar de la amenazante silenciosa Nada.

Eternamente unidos, eternamente separados, chisporroteaban como chispas y como chispas se apagaban en la ilimitada oscuridad.

Y pasó Lázaro junto a un orgulloso sabio y el sabio le dijo:

—Yo ya sé todo cuanto puedas decir de horrible, Lázaro… ¿Con qué podrías tu asustarme ya?

Pero al cabo de breve tiempo, ya sintió el sabio que conocer lo horrible… no es todavía lo horrible y que la visión de la muerte… no es todavía la muerte. Y sintió asimismo que la sabiduría y la necedad vienen a ser iguales ante la faz de lo Infinito, porque el Infinito no sabe nada de ellas. Y borróse el lindero entre visión y ceguera, entre verdad y mentira, entre el arriba y el abajo, y su pensamiento informe quedóse colgando en el vacío. Y entonces llevóse el sabio las manos a la cana cabeza y clamó, desolado:

—¡Ay, que no puedo pensar! ¡Que no puedo pensar!

Así perecía, ante la mirada indiferente del milagrosamente resucitado, todo cuanto contribuye a afianzar la vida, el pensamiento y su gozo. Y empezaron los hombres a decir que era peligroso llevarlo a presencia del emperador y que era preferible matarlo y enterrarlo en secreto y decirle al César que había desaparecido no se sabía dónde. Y ya se afilaban los cuchillos y jóvenes leales al poder de la vida, aprestábanse con abnegación al homicidio… cuando Augusto mandó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y con ello frustró aquellos planes crueles.

Pero ya que era imposible eliminar del todo a Lázaro acordaron los cortesanos atenuar por lo menos la penosa impresión que producía su rostro. Y a ese fin, reunieron hábiles artistas que, toda la noche trabajaron modelando la cabeza de Lázaro. Le recortaron las barbas, y se las rizaron, dándoles una apariencia grata y bella. Desagradable resultaba aquel mortal viso azul de sus brazos y su cara, y con colorete se lo quitaron; blanqueáronle las manos y le arrebolaron las mejillas.

Repelentes resultaban aquellas arrugas que el sufrimiento marcara en su rostro senil y se las quitaron y borraron del todo y sobre aquel fondo limpio grabáronle con finos pinceles las arrugas de una benévola risa y de una jovialidad simpática y bonachona.

Con absoluta indiferencia sometióse Lázaro a cuanto quisieron hacerle y quedó pronto convertido en un anciano naturalmente gordo, guapo, apacible y cariñoso abuelo de numerosos nietos. Aún no huyera de sus labios la sonrisa con que contara divertidos chascarrillos, aún perduraba en el rabillo del ojo una mansa ternura senil… tal hacía pensar.

Pero a quitarle sus vestiduras nupciales, no se atrevieron, como tampoco lograron cambiarle los ojos…, aquellos cristalillos opacos y terribles, al trasluz de los cuales miraba a las gentes el propio inescrutable Allá.

VI

No impresionaron a Lázaro lo mas mínimo los imperiales aposentos. Cual si no advirtiese la diferencia entre su derruida casa, a cuyos umbrales llegaba el desierto, y aquel sólido y bello palacio de mármol…; con esa misma indiferencia miraba y no miraba, al pasar. Y los recios pisos de mármol parecían volverse bajo sus pies semejantes a las movedizas arenas del yermo y aquella muchedumbre de gentes bien vestidas y arrogantes convertíase en algo así como la vacuidad del aire, bajo su mirada. No lo miraban a los ojos al pasar, temiendo quedar sometidos al terrible poder de sus pupilas; pero cuando por el pesado ruido de sus pisadas sentían que ya pasaba de largo… erguían la frente y con medrosa curiosidad contemplaban la figura de aquel anciano sombrío, corpulento, levemente encorvado, que despacio se adentraba en el propio corazón del imperial palacio. Si la muerte misma hubiera pasado ante ellos, no los hubiera aterrado más; porque hasta entonces sólo los muertos habían conocido a la muerte, y los vivos sólo de la vida sabían, y no había puente alguno entre una y otra. Pero aquel hombre extraordinario conocía a la muerte y tenía una significación ambigua y terriblemente maldita.

—¡Va a matar a nuestro grande, divino Augusto!— pensaban los cortesanos llenos de pavor y lanzaban impotentes maldiciones a la zaga de Lázaro, el cual lentamente y con indiferencia absoluta seguía adelante, adentrándose cada vez más en las honduras del palacio.

Ya estaba también informado el César de la clase de hombre que era Lázaro, y aprestábase a recibirlo. Pero era hombre varonil, sentía toda la magnitud de su enorme e invencible poder y en su fatal entrevista a solas con el milagrosamente resucitado no quería apoyarse en la débil ayuda de la gente. Solo con él, cara a cara los dos, recibió el César a Lázaro.

—No levantes hasta mí tu mirada, Lázaro —ordenóle cuando aquél entró en la cámara—. Me han dicho que tu rostro es semejante al de Medusa y que conviertes en piedra a quien miras. Pero yo quiero mirarte a ti y hablar contigo antes que me conviertas en piedra —añadió con imperial jovialidad, no exenta de terror.

Y llegándose a Lázaro contempló de hito en hito su rostro y sus extrañas vestiduras nupciales. Y padeció el engaño del artístico aliño, aunque su mirar seguía siendo agudo e insolente.

—¡Vaya! Al parecer, no tienes nada de espantoso, respetable anciano. Pero tanto peor para la gente el que lo horrible asuma tan respetable y simpático aspecto. Hablemos ahora.

Sentóse Augusto e interrogando con la mirada tanto como con la palabra, inició el diálogo:

—¿Por qué no me has saludado al entrar?

Lázaro con indiferencia, contestóle:

—No sabía que hubiera que hacerlo.

—Pero ¿quién eres tú?

Con cierto esfuerzo respondió Lázaro:

—Yo he sido un muerto.

—Bien. Ya lo he oído decir. Pero y ahora ¿quién eres?

Lázaro tardó en responder y al cabo repitió con indiferencia y vaguedad:

—Yo he sido un muerto.

—Escúchame, desconocido —dijo el emperador, expresando clara y severamente lo que ya antes pensara— mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo, un pueblo de vivos y no de muertos. Y tú estás de más aquí.

No sé quién seas, no sé lo que allí hayas visto…; pero si mientes, abominaré de tu mentira; y si dices verdad…, abominaré de tu verdad.

Siento en mi pecho el palpitar de la vida; en mis manos, el poder… y mis altivos pensamientos, igual que las águilas, recorren con sus alas el espacio. Y allí, a mis espaldas, bajo la salvaguardia de mi poderío, bajo las redes de las leyes por mí promulgadas, viven y trabajan y se alegran los hombres. ¿No oyes esta portentosa armonía de la vida? ¿No oyes ese grito de guerra que lanzan las gentes a la faz del que pasa, provocándole a lucha?

Augusto extendió los brazos en actitud de rezo y solemnemente exclamó:

—¡Bendita seas, grande, divina vida!

Pero Lázaro callaba; y con severidad creciente, continuó el emperador:

—Tú estás de más aquí. Tú, despojo lamentable, medio roído por la muerte, infundes a los hombres tristeza y aversión a la vida; tú, como la oruga de los campos, devoras la pingüe mies de la alegría y dejas la baba de la desesperación y el encono. Tu verdad es semejante al puñal tinto en sangre de nocturno asesino… y como a un asesino voy a entregarte al verdugo. Pero antes quiero mirarte a los ojos.

Puede que sólo a los cobardes metan miedo y a los valientes les despierten ansias de combate y victoria…, y, si así fuere, no serás digno del suplicio, sino de un premio… Mírame también tú a mí, Lázaro.

Y al principio parecióle al divino Augusto que era un amigo el que lo miraba… que así era de mansa, de tiernamente halagadora la mirada de Lázaro. No terror, sino una dulce serenidad prometía, y a una tierna amante, a una compasiva hermana… o madre parecíase lo Infinito. Pero sus abrazos volvíanse cada vez más fuertes y ya la respiración faltábale a los labios ávidos de besos y ya por entre el suave talle del cuerpo asomaban los férreos huesos, apretados en férreo círculo… y unas garras de no se sabía quién rozaban el corazón y en él se clavaban.

—¡Oh, que dolor! —exclamó el divino Augusto—. ¡Pero mira, Lázaro, mira!

Lentamente abrióse una pesada puerta, cerrada de siglos y por el creciente resquicio, entróse fría y tranquilamente el amenazante horror de lo Infinito. Y he aquí que como dos sombras penetraron allí el inabarcable vacío y la inabarcable tiniebla, y apagaron el sol; lleváronse la tierra de debajo de los pies y la techumbre de sobre las cabezas. Y dejó de doler el desgarrado corazón.

—Mira, mira, Lázaro —ordenó Augusto, tambaleándose.

Detúvose el tiempo y terriblemente se juntaron el principio y el fin de toda cosa. Aun recién levantado el trono de Augusto derrumbóse y ya el vacío vino a ocupar el lugar del trono y de Augusto. Sin duda alguna, desplomóse Roma y una nueva ciudad vino a ocupar su puesto y también, a su vez, se la tragó el vacío. Cual colosales espectros, caían y desaparecían en el vacío ciudades, imperios y países y con indiferencia se los tragaban, sin hartarse, las negras fauces de lo Infinito.

—Detente —ordenó el emperador. Y ya en su voz vibraba la indiferencia e inertes colgaban sus manos y en su afanosa lucha con la creciente tiniebla encendíanse y se apagaban sus aquilinos ojos.

—Me has matado, Lázaro —dijo de un modo vago y bostezante. Y aquellas palabras de desesperanza lo salvaron. Acordóse del pueblo, a cuya defensa venía obligado y un agudo, salvador dolor penetró en su corazón agonizante. “¡Condenados a perecer! —pensó con pena—.

Sombras luminosas en la tiniebla de lo infinito —pensó con espanto—, frágiles arterias con hervorosa sangre, corazones que saben del dolor y la gran alegría”, pensó con ternura.Y así pensando y sintiendo, inclinando la balanza ya del lado de la vida, ya del lado de la muerte, volvióse con lentitud a la vida para en sus dolores y sus goces, encontrar amparo contra las tinieblas del vacío y el espanto de lo Infinito.

—¡No; no me has matado, Lázaro! —dijo con firmeza— ¡pero yo voy a matarte a ti! ¡Ven acá!

Aquella noche, comió y bebió con especial fruición el divino Augusto. Más de cuando en cuando flaqueábale en el aire la levantada mano y un opaco brillo deslucía el radiante fulgor de sus ojos aquilinos… otras el horror corríale en doloroso calofrío por las piernas. Vencido, pero no muerto, esperando fríamente su hora, cual una negra sombra permaneció toda su vida a su cabecera, imperando por las noches y cediendo dócilmente los claros días, a los sufrimientos y goces del vivir.

Al día siguiente, por orden del emperador, con un hierro candente quemáronle a Lázaro los ojos y lo volvieron a su tierra. A quitarle la vida no fue osado el divino Augusto.

***

Volvió Lázaro a su desierto y acogiólo el desierto con sus vientos de alentar sibilante y su calcinante sol. De nuevo se sentó sobre la piedra, levantando a lo alto sus greñudas barbas salvajes y dos negros huecos en lugar de sus quemados ojos, miraban estúpida y terriblemente al cielo. En la lejanía, zumbaba y rebullíase inquieta la ciudad santa; pero en su proximidad todo estaba yermo y mudo; nadie se acercaba al lugar donde dejaba correr los días el milagrosamente resucitado y hacía ya mucho tiempo que los vecinos abandonaran su casa. Traspasado por el hierro candente hasta lo hondo del meollo, su maldita fama manteníase allí como en emboscada; como desde una emboscada lanzaba él miles de ojos invisibles sobre el hombre… y ya no osaba nadie mirar a Lázaro.

Pero al atardecer, cuando enrojeciendo y guiñando declinaba el sol hacia su ocaso, lentamente íbase tras él el ciego Lázaro. Tropezaba con los guijos y caía, obeso y débil; a duras penas se levantaba y seguía andando; y sobre el rojo fondo del poniente, su negro torso y sus tendidos brazos, dábanle un prodigioso parecido con la cruz.

Y sucedió que salió un día al desierto y ya no volvió más. Así por lo visto, acabó la segunda vida de Lázaro, el que había pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y resucitado milagrosamente después.

 

FIN

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