Hace dos años, en el funeral del abuelo de mi mejor amigo, mientras estábamos en la funeraria hablando de varias cosas, le comenté a mi amigo que la rutina citadina ya me tenía cansado y que la semana entrante iba a viajar a Chiquimula aprovechando un feriado que se acercaba. Inmediatamente, su respuesta fue: “vamos, yo te acompaño. Vámonos el viernes al salir de la U”. Y como si nada, en un par de días íbamos camino a Chiquimula, sin un plan concreto y sin una lista de actividades. Poca ropa, poco dinero, cada quien con sus problemas y luchas, pero en el fondo emocionados. Lo importante era salir.

Ambos tenemos familiares allá, así que la única certeza era que teníamos un lugar en donde dormir. De ahí en adelante, todo estaba sujeto a lo que fuera ocurriendo en el momento. Al fin y al cabo, a veces el exceso de planeación le quita sabor a las cosas que naturalmente nos exigen que las dejemos ser para fluir libremente.

Al final, en nuestro viaje comimos churrascos en un parque emblemático de Chiquimula, subimos el volcán de Ipala, conocimos un municipio que se llama Quetzaltepeque y nos despedimos del departamento visitando al Cristo Negro en Esquipulas. Gastamos poco, comimos bastante y sobre todo, platicamos sobre varios temas que en ese momento eran parte de nuestro mundo.

Sin embargo, lo que tengo más presente de nuestro viaje es el regreso. Ya estábamos cansados, no nos queríamos regresar y la música que escuchábamos en aquel entonces tampoco ayudaba (Khalid y Siddhartha fueron nuestros acompañantes en la carretera). Si mal no recuerdo, eran las 4 de la tarde cuando salimos de Esquipulas de regreso para la ciudad.

Yo estaba triste, demasiado triste. Los pocos días que nos fuimos me habían ayudado a desconectarme de una situación personal que me estaba asfixiando. Mágicamente, allá en Chiquimula parecía que la vida era un poco más afable. Las cargas no eran tan pesadas, la libertad se respiraba de otra manera. Los nuevos comienzos parecían posibles. Regresar a la realidad era algo para lo que no estaba listo. Pero había que hacerle frente.

Y es que cuando uno está vulnerable, todo momento, por pequeño que parezca, se convierte en algo monumental, trascendental, en donde la vida misma se detiene y todo el mundo gira alrededor de ese momento.

Parece que estoy llevando las cosas a otro nivel y que estoy pecando de exagerando, pero genuinamente confieso que me sentía totalmente atrapado por ese momento. Quizás eran los ánimos, el cansancio o la música. No lo sé y a la fecha tampoco he querido indagar en ello.

El sol adornaba el paisaje de las montañas que teníamos enfrente y la carretera, como fenómeno extraño en este país, estaba en buen estado. Cada kilómetro que recorríamos me alejaba del lugar que me abrazó por un momento y me acercaba a una realidad que en ese momento quería evitar. Era un momento de esos en donde parece que la música se pone de acuerdo con el camino y todo marcha en orden y armonía.

Todo estaba sincronizado.

Al año siguiente, regresamos a Chiquimula, e incluso se unieron dos amigos al viaje. Y como siempre, la perla de Oriente fue ese lugar que nos abrazó y nos coqueteó para considerar quedarnos allá por varios días, o quizás para siempre.

Este año, mi mayor expectativa era el día en el que volviéramos a Chiquimula. Obviamente, debido a la pandemia, tal viaje no ocurrió. En los dos años anteriores, nuestro viaje siempre había sido solo unos días después de mi cumpleaños y debo confesar que este año lo que más me dolió fue saber que nuestra aventura hacia el oriente del país iba a tener que esperar, quién sabe cuánto tiempo.

El punto de todo esto, es que cada vez que pienso en el primer viaje, recuerdo lo destrozado que estaba por dentro pero que el simple hecho de agarrar el carro y manejar sin un plan establecido fue lo más liberador que me pudo haber pasado. Y a eso debo agregarle que todo eso ocurrió con mi mejor amigo, que nos conocemos desde que tenemos 8 años.

Ahora, cada vez que manejo y los atardeceres adornan mi recorrido, recuerdo todo lo que sentí y viví en aquel regreso.

Me doy cuenta que dejé muchas cosas en el camino y hasta me atrevo a decir que no fui la misma persona desde que regresamos.

Desde ese día me volví un tipo más sencillo, menos complicado, menos amargado y un poco más amigable con el proceso.

Lo extraño de extrañar es que uno vive el momento como si todo realmente estuviera ocurriendo pero sabiendo que la realidad está en nuestras narices dándonos un par de golpes y que todo ello no es necesariamente algo malo, y que incluso llega a ser una experiencia enriquecedora. Extrañar en cierto punto es volver a vivir, pero también volver a sufrir un poco. Es una cuestión dual que anima pero entristece. Algo que nos da una degustación de un pasado que tuvo sus matices, sus blancos y negros, pero que es parte de nuestra historia.

Quizás es un sinsentido lo que estoy diciendo, pero el encierro le permite a uno darle y darle vueltas a los eventos que lo han marcado a uno como persona.

De vez en cuando vuelvo a recordar el celaje y las montañas y reflexiono en lo que era, lo que fui y lo que quiero llegar a ser.

De vez en cuando es bueno extrañar, por extraño que parezca.

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