Antonio-Flores-Junio

Antonio Flores / Opinión /

 

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“Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor.”

– San Francisco de Asís

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¿Qué harás el resto de tu vida? solía ser la pregunta que más escuchaba en mi último año de colegio. “Sos bueno para esto”, “Te puede ir bien haciendo esto”, “Con esto ganarías mucho dinero” esos y tantos comentarios más respecto a lo que “debería hacer” sin importar lo que yo quería hacer. A veces ante la insistencia de algunas personas respondía “Quiero ser feliz haciendo lo que amo y amando lo que hago” a lo cual muchos no sabían cómo reaccionar y dejaban de preguntar. Me intrigaba porque la gente quedaba desconcertada con mi respuesta ¿No hacían eso ellos? Quizá no, quizá sí, quizá no sabían lo que era escoger un futuro por vocación y no por obligación, quizá por eso hay tanta gente que no disfruta ir a trabajar, que vive soñando con vacaciones, esperando el viernes y planeando un futuro sin rutina, lleno de aventuras. Debía tomar una decisión que afectaría el resto de mi vida, que marcaría lo que haría y porqué lo haría: estudiar una carrera universitaria, una profesión o como muchos la llaman una vocación. Pero cuando decidí estudiar para ser un bata blanca, nada me había preparado para lo que pasaría, lo que vería o las cosas que habría que aprender y desaprender.

Aún recuerdo las razones por las cuales entré a mi carrera, las que compartía con algunos compañeros y por las cuales estamos acá dando nuestro tiempo, vida y conocimiento; queremos cumplir un sueño. Cada uno tendrá también sus motivos para entrar, para permanecer y terminar; habrán quienes sueñan con el cartón, con la bata blanca, con el traje blanco o quizá en servir a los demás, en ayudar al prójimo y dedicar la vida a curar al enfermo; los sueños son buenos, siempre que estemos dispuestos a luchar y aceptemos que todo puede cambiar. No basta con soñar y planear el futuro, hace falta mucho esfuerzo, sacrificio y dedicación para alcanzar las metas; me atrevería a decir que entre los universitarios nadie sacrifica y lucha tanto como un estudiante de medicina. En la medicina -que tiene parte de ciencia y otra de arte- hay que tener la mente abierta a cualquier posibilidad, a los imprevistos, los malos tragos, la competencia, a perder y a ganar al mismo tiempo. Todo por convertirse en esos que la sociedad juzga sin cesar, que son exigidos y llevados al límite, pero no son recompensados como lo merecen. A ellos, los invisibles y bienaventurados… los médicos, los bata blanca.

A los que el señor presidente tildó de haraganes cuando él en sus 3 años y medio de gobierno jamás ha tenido que trabajar 36 horas seguidas sin dormir, aguantando hambre y en condiciones que ponen en riesgo la salud de los pacientes. ¿Qué hay de haragán en entregar tu tiempo y conocimiento en un ambiente que no cuenta ni te brinda las condiciones necesarias para trabajar adecuadamente? Un presidente que no conoce las historias detrás de cada paciente, su nombre, su condición, sus problemas y razones para estar allí; que desconoce el lado humano de la medicina, a los hombres y mujeres detrás de esas largas jornadas de trabajo. Ese presidente, que como todos se presta a juzgar pero no a cambiar las cosas, que exige más de lo que pueden dar quienes ya lo han dado todo por el bien ajeno, incluso, sacrificando el propio. Mis amigos, compañeros y profesores haraganes, quienes con su haraganería mantienen en pie un sistema de salud a punto de colapsar.

A los que un ministro de salud les dijo que “no exageraran porque niños mueren todos los días en todos los hospitales” al denunciar la inminente aparición de una enfermedad nosocomial, palabras de un funcionario quien al parecer ve la vida y muerte como números, estadísticas que pueden aumentar o reducir su presupuesto. ¿Qué sabe un hombre detrás de un escritorio sobre el dolor que produce en las familias la defunción de un ser querido? No es el quien tiene que lidiar con la frustración, tristeza e impotencia de ver como tus esfuerzos no fueron suficientes para salvar a tu paciente. Estudiantes, que prestan su hombro para que otros descansen, sus camisas para secar lágrimas de madres y sus brazos para abrazar a los familiares que buscan consuelo; pero nadie los consuela a ellos, nadie les pregunta cómo están o cómo se sienten. Tienen que volverse inmunes al dolor, ajenos a la miseria y acostumbrarse a la perdida; no porque se sientan superiores a todo lo que sucede, sino por las limitaciones para hacer bien su trabajo.

Ellos, que luchan sin descanso, no para retrasar la muerte, sino para preservar la vida.

Esos, que se duermen o se quedaron dormidos a medio turno, entre consultas, después de una operación, antes de un examen o durante la clase; porque el sueño es un lujo que no conocen, el descanso es algo que se gana después de haberlo entregado todo. Esos que se desvelan estudiando para aprender, que se privan a sí mismos muchas veces de cosas que cualquier otro joven da por sentadas. Que disfrutan también de los pequeños placeres que les regala el tiempo, los amigos y la familia; tan limitados a veces por las exigencias de un sistema que los exprimirá hasta que ya no sean necesarios. Los mismos que les tocara dejar a sus familias, amigos y compañeros por 6 meses para llegar a donde el sistema de salud no lo hace; usados para cubrir puestos de salud en precarias condiciones, forzados a brindar atención sin lo mínimo para curar.

Los que viven y trabajan en algo que muchos llamarían una “zona de guerra”, porque es a los hospitales a donde todos van a parar, es allí donde llegan las secuelas de la violencia, donde están los marginados, donde el sufrimiento tiene un rostro, nombre y apellido. Las que ponen en riesgo su integridad atendiendo pacientes que se quieren pasar de listos con ellas, los que se exponen curando a hombres de mala fe quienes podrían ver en ellos a su próxima víctima; ellos que están allí, no para cuestionar, sino para servir y aprender. Porque la medicina al igual que la justicia idealmente es aplicada a todos por igual, sin importar el género, condición económica, edad o estatus social. A los estudiantes que les ha tocado comprar materiales para atender a sus pacientes, a los doctores (residentes, especialistas, jefes) que ponen de su bolsillo para comprar  insumos de cirugías; a todos esos que no soportan ver como los hospitales públicos no se dan a basto, como el sistema deja en el abandono al enfermo, desampara al convaleciente y no hace nada por prevenir complicaciones.

A esos que llaman “desconsiderados” por exigir que se cumplan las promesas que un día les hicieron; si hablamos lo que es, por mucho que la medicina sea servicio y la preservación de la vida, las cuentas en este mundo no se pagan con buenas intenciones. Hasta el estudiante o medico más entregado debe subsistir de alguna forma, ellos también tienen cuentas que pagar y bocas que alimentar. Sin embargo, ¿qué podemos pedir de una sociedad como la nuestra donde gana más un político y un futbolista, que un médico, un maestro o un bombero?

Quizá un día redefinamos las prioridades y le demos a cada profesión el lugar que merece; quizá y lleguemos a decirles “Gracias por su trabajo, por su entrega, por su perseverancia y sobre todo por su amor al servicio; gracias por estudiar y aprender a preservar la vida, por hacerse humanos, por no ser ajenos al sufrimiento… gracias, porque sin ustedes muchos de nosotros no estaríamos acá

A todos ellos, estudiantes, externos, internos, residentes y médicos; ustedes que toman responsabilidad por un sistema de salud colapsado, por tecnología obsoleta, hospitales desabastecidos y saqueados; ustedes que se indignan y se hacen sentir, porque ven el dolor y la miseria de frente.

A ellos, porque somos también parte de este cambio, este despertar y resurgimiento que estamos viviendo en nuestro país… gracias.

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