Desde que conocí la teoría del ying y yang, me ha parecido fascinante la idea que (al menos en este mundo y esta realidad) no hay nada enteramente bueno, ni nada enteramente malo. La luz y la oscuridad coexistiendo desde el principio de los tiempos, purificando las almas del universo a través de momentos, oportunidades y experiencias. En mis inicios por Brújula, tuve la oportunidad de hablarles sobre los bata blanca y los desafíos que enfrentamos para preservar la vida en un país donde la muerte está a la orden del día. En varias ocasiones me he prestado para hablar de mi gremio, defenderlo y cuestionarlo, tratando siempre de llevar las interrogantes pertinentes a quienes somos parte de esto y para los que nos ven desde fuera. Pero entre nosotros no todo es tan honorable y bueno como nos gusta decir: ni todos entregan su vida al servicio de la humanidad, ni todos trabajan por el bienestar del prójimo.
Toda situación es como una moneda, siempre tiene dos caras, dos versiones de una misma situación; así como existen los bata blanca, también están los bata negra.
Esos que sí son haraganes, que se inventan historias clínicas, signos vitales y laboratorios en los servicios porque andar verificando a los pacientes cada hora es “demasiado trabajo” y qué hueva andar viendo gente pobre, moribunda, sucia y desahuciada. Esos que perpetúan la corrupción a través de sus mentiras, malos diagnósticos y necesidad de protagonismo; como si la salud de las personas fuera una mercancía sobre la cual deben ir forjando una fortuna personal acorde a su “condición de médicos”.
La muerte les da risa, hablan de los padecimientos de las personas como si lo merecieran por ser pobres, por vivir en barrios marginados, por ser indígenas, migrantes o trabajadores; no tienen el tiempo ni la voluntad para conocer a los pacientes, su historia, su trasfondo y sus necesidades. Las realidades excluyentes les dan risa y las justifican diciendo que los pobres existen para servir a los que tienen un título universitario y sus familias.
Ni les interesa, ni les apasiona saber sobre medicina ancestral, concepciones culturales o remedios caseros. Para ellos son solo “supersticiones de indios” que se desmienten con la ciencia. Esa misma ciencia que no respetan durante su formación copiando tareas, robando y vendiendo exámenes, irrespetando procesos e inventándose investigaciones. Su cinismo hacia las ciencias básicas y la semiología se ve reflejado luego en su escasa humanidad en el trato hacia las personas y sus necesidades.
Esos que nunca van a dar su hombro para consolar a una madre afligida, que difícilmente sostendrá la mano de un familiar, que no sentirán empatía al ver el sufrimiento de las personas. El dolor, la miseria y la pérdida es ajena a ellos, porque se sienten superiores e inmunes a las expresiones humanas. Se saltan los turnos, se escapan en cuanto pueden, no curan o evolucionan a sus pacientes, le dejan sus responsabilidades a otros y luego se justifican cínicamente, y mientras andan en su práctica rural, se burlan de la gente por su sencillez, ignorancia, miedos y dudas.
Los que aplican la medicina todos por igual, sin importar el género, condición económica, edad o estatus social; siempre y cuando puedan pagar por ella, crean lo mismo que ellos y no se atrevan a cuestionar su palabra. Todos unos desconsiderados, exigen y piden, pero solo para ellos y sus amigos. Muchos son parte de sindicatos, grupos políticos y organizaciones que solo buscan enriquecerse con la necesidad del pueblo y a través del trabajo de otras personas.
Como las asociaciones estudiantiles de medicina, que tienen gente por compadrazgo o popularidad y no por méritos o democracia; esos “compañeros” que al verse cuestionados por sus espurios motivos y falsas intensiones, no hacen más que difamar, calumniar y poner en ridículo a quien haya osado retarlos. Amparados lastimosamente, por sus respectivos decanos y universidades. Hombres que se vanaglorian de los logros ajenos, que no permiten la investigación o el cuestionamiento a su trabajo, bloqueando la participación estudiantil, haciendo de menos al estudiante en problemas, alimentando egos y malas costumbres desde lo alto de su silla. O el nuevo ministro, colocándose primero como mártir en un baño de sangre en su hospital, bloqueando la fiscalización de su despacho, cerrando oficinas contra la corrupción o más recientemente, clausurando el MIS; aduciendo que no hay por qué gastar tanto en un programa “ineficiente y obsoleto” en las áreas rurales.
Todos ellos, junto al gobierno de turno, han llevado nuestro sistema de salud al abismo en el que nos encontramos; tan profundo y oscuro, que a veces cuesta tanto distinguir entre una bata blanca y una bata negra.
Por eso debemos hacerlos visibles, que la gente sepa distinguir en los que amamos servir al prójimo y los que quieren lucrar con el sufrimiento ajeno. Que entre nosotros no tengamos miedo de hacer lo correcto, de trabajar honestamente y señalar lo que no está bien. Somos más los estudiantes, externos, internos, residentes y médicos que honramos la vida, que luchamos contra la muerte, que vivimos honestamente y nos hacemos responsables de nuestras decisiones; en medio de un sistema de salud colapsado, con tecnología obsoleta, hospitales desabastecidos y saqueados… Hay que indignarnos, hacernos escuchar y no dejar de ser humanos a pesar que vemos de frente el dolor y la miseria todos los días.
Los bata negra existen para recordarnos cómo no debe ser estudiada y ejercida la medicina, han de ser ellos el recordatorio de la responsabilidad que tenemos de mantener el balance entre la muerte y la vida.
El médico que no entiende de almas no entenderá cuerpos – José Naroski