Stephanie Burckhard/

Cuando regresaba del colegio siempre era a la hora pico por las calles de la colonia. Las abuelas bajaban por sus nietos, las mamás iban adornadas de mochilas, loncheras y bolsas de verduras para ir a hacer el almuerzo y alguna que otra parejita de novios uniformados iba caminando. En ese entonces no existía el Internet, si mucho brotaba uno que otro café para ir a imprimir la tarea o para irse al chat privado con un desconocido chileno o argentino. Mi primer novio era de Chile, trabajaba en un café y le gustaba patinar, jamás lo conocí ni en foto, ni en persona. Los teléfonos móviles que conocía les pertenecían a dos compañeras de clase y me parecían ridículos con la antena subida, bien toscos, feos.

En mi casa leía desde el balcón, un cuarto nivel donde entre lecturas tenía vista a los otros departamentos de enfrente y a los lados, un cuadrado perfecto con una plaza en medio. Algunas chicas de mi edad ya tiraban de un bebé que medio sabía caminar, mientras que con la otra mano se comían un helado de los que vendían en la esquina. Directamente se metían a la casa donde más noche llegarían los papás de trabajar, los hermanos, ladraba el perro y la abuela cocinaba. Todos apelotonados en un departamento de tres cuartos con sala y comedor. Quizás una habitación estaba dividida por un ropero para que la hija durmiera con su bebé y el hermano del otro lado, los papás con el hijo pequeño y la abuela en la otra habitación.

Los balconcitos se miraban desde la calle. Plantitas colgantes, las filas enteras de ropa recién lavada solo te decía una cosa: que era una familia grande. Los había con botes usados, cajas, barandas pintadas de azul, eran pocas las vacías y había balcones con perros. Se atrevían a tener perros encerrados en esos departamentos. Los niños afuera golpeaban a un árbol o le tiraban piedras a más de algún perro callejero que pasaba por la banqueta. Nadie los culpaba, quién quería pasar todo el día adentro con el resto de la familia, no miraban tele, quizás ni tenían tele. Gritaban hasta altas horas de la noche afuera, libres. A veces explorando, rolándose un cigarro entre el grupo, comiendo golosinas compartidas o jugando a la pelota.

Todos subíamos y bajábamos los niveles acostumbrados, pero era chistoso ver a las visitas subir solo un par de gradas, empezaban a jadear, enloquecían, sentían un martirio. Siempre era el tema de conversación al final de la entrada cuando ya habían tomado aire.

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