María Alejandra Morales / Opinión /
La vida de un profesional es la suma de distintas metas alcanzadas a lo largo del camino, desde tener acceso a la educación, completar los estudios primarios, ser suficientemente afortunado de asistir a la universidad, hasta salir al mercado para poder empezar a conformarse como profesional en el ámbito laboral. Sin embargo, a lo largo de este camino, el joven guatemalteco deberá enfrentarse a retos mucho mayores, que van más allá de completar sus estudios en los distintos niveles. Las pocas ofertas de trabajo que existen en el mercado guatemalteco, se han convertido en la arena de batalla de los nuevos profesionales. Desde ahí se enfrentan al desnudo en la persecución de esa tan anhelada oportunidad que les permita demostrar sus talentos y capacidades. En una sociedad tan acostumbrada a premiar las relaciones de compadrazgo por sobre el mérito, el joven profesional encuentra, cada vez más, obstáculos para optar a un puesto de trabajo. A pesar que los jóvenes que han asistido a la universidad tienen una ventaja relativa, en comparación con quienes no han completado sus estudios, de igual forma las probabilidades de optar a un trabajo que valore sus capacidades son limitadas.
Tratar de desarrollarse como profesional cuando se vive en un contexto como el nuestro es, sin lugar a dudas, un verdadero reto.
Reto que año con año, miles de guatemaltecos que ingresan a las universidades asumen, entusiasmados por cambiar la historia de su sociedad y conscientes de la situación que tantos conciudadanos, amigos, conocidos y familiares nuestros viven; algunos de los afortunados que al salir de la universidad pueden contar con el privilegio de empezar a trabajar, se olvidan de la dicha de haber obtenido aquella oportunidad que tantos buscan. Este fenómeno se manifiesta en el ámbito laboral, como la herencia irremediable del otorgamiento de plazas de trabajo en calidad de gracia o favor. A pesar que dicho fenómeno es más común en el ámbito público -como una consecuencia de nuestro sistema de tipo patrimonial que ve en el Estado una oportunidad de generación de riqueza- también es observable en la esfera privada.
El otorgamiento de estos favores, privilegios inmerecidos a “profesionales” incapacitados -pero bien conectados-, ha degenerado en la formación de una cultura de mediocridad y conformismo. Por supuesto, esto no es nada nuevo, esta práctica existe desde la Colonia, cuando la Corona entregaba a través de sus representantes en los territorios conquistados, gracias y concesiones a los lame botas y obedientes. Esa práctica tan antigua y perversa se refleja hoy en día en nuestra sociedad y a pesar de que los jóvenes nos hemos vuelto tan críticos de los errores de generaciones pasadas, algunos se prestan a este mismo juego. ¡Qué lamentable! que quienes poseen las herramientas para cambiar la historia de este lugar, desperdicien su preparación profesional seducidos por la mediocridad.
No soy aún capaz de concebir cómo una persona que conoce de realidades tan crueles y diversas como las que encontramos en Guatemala, puede vivir en el ocio de pensar que el privilegio que posee es bien merecido cuando no ha trabajado para merecerlo. Cómo alguien puede conformarse con ser poco cuando se ha sacrificado el mérito de tantos para concederle un espacio, que se obtiene como premio de consuelo por su incapacidad de retarse a sí mismo e ir más allá, de aportar algo nuevo, de trabajar por lo que quiere, y de esforzarse para hacer cosas distintas y transformadoras que demuestren su profesionalidad. No hacen falta más personas de este tipo en nuestra sociedad, más de esos funcionarios, políticos y profesionales irresponsables, que sin resentimiento cobran puntualmente su salario, conscientes de sus aportes nulos, su ineficiencia e incapacidad. Nuestra sociedad solamente puede mejorar si mejoramos nosotros, si cambiamos nosotros, si trabajamos nosotros.